Sólo le pido a Dios que el dolor no me sea indiferente. León Gieco.
La violencia tiene tantas maneras de
expresarse, la más directa es la agresión de A contra B, la agresión de A
contra A para herirse a sí mismo, o la agresión de A contra A para herir indirectamente
a alguien más o castigar pasivo-agresivamente. También, se puede encontrar la
violencia verbal, de clase, estructural y categorizarla bajo tantos parámetros
porque la vida misma es una revelación dolorosa.
Por su parte, el método universal de castigar a
lo que es distinto o se sale de la norma social es la violencia, una reacción
aprendida al temor que produce lo novedoso. Así lo señala Édouard Louis[1]
en Para acabar con Eddy Bellegueule (2014),
una novela autobiográfica cuyo tema central es la violencia, según él mismo lo
ha hecho saber en distintas entrevistas.
Desde pequeño, Eddy se descubrió a sí distinto
al resto y aunque no lo hubiera hecho, su entorno se lo haría saber. Criado
en una familia de clase baja, recibió las primeras miradas de reprobación de
sus padres y hermanos al ver un desplante cada vez más femenino en sus formas,
expresiones y palabras. También se lo haría ver la escuela, ese lugar que supone
ser un centro de socialización que los expertos en educación promueven tanto,
olvidando que puede ser a la vez un tabernáculo de crueldad entre pares, un
nicho de impunidad, un centro de tortura física y psicológica para estudiantes
de la diversidad y disidencia sexual, de otras razas u otros credos. Eddy
acabaría así por naturalizar la ridiculización y las agresiones, justificando
incluso que su orientación sexual tan evidente e indiscutible fuera un oprobio
a su hombría o virilidad.
Para acabar con Eddy
Bellegueule logra
remover consciencias y examinarlas, consulta una y otra vez la moral del
homofóbico al que tratamos de hacer desaparecer a medida que advertimos el daño
del silencio cómplice, el daño del prejuicio, el daño de no conocer la
compasión por los débiles. Asimismo, cabe destacar el rol ausente de los
profesores y celadores (inspectores de patio) en la defensa de los estudiantes
de la diversidad sexual perseguidos y agredidos por sus pares a causa de ser, a
causa de respirar, a causa de hablar; ¿quién defendía entonces a los Eddy
Bellegueule del crimen organizado que resultan ser las mafias de bullers y
agresores en las comunidades educativas en Francia, en Chile, en el mundo?,
¿quiénes actuaron en la impunidad burlándose y agrediendo a sus compañeros de
escuela premunidos del silencio cómplice de profesores, inspectores,
sostenedores?, ¿quiénes cargan en sus consciencias y cuánto pesan las
autolesiones y suicidios de las víctimas del bullying escolar?, ¿cuántos
advirtieron el daño que se estaba produciendo en los años noventa, dos mil o de
las últimas décadas y lo detuvieron a tiempo sin temor a ser calificados de
débiles o promotores de la homosexualidad o de la supuesta e inventada "ideología de género"?
Esta novela es exitosa en su objetivo, en
visibilizar un dolor que muchos llevamos dentro, una injusticia que no ha sido
correctamente reparada, un ataque a la dignidad del ser humano percutido desde
la moral heterosexual. Si bien, hay distintas opiniones del final de la novela,
es preciso considerar que al ser una autobiografía, el mismo autor es dueño de
mostrar hasta dónde quiera exhibir su dolor o bien, puede hacer de él un
enganche comercial para la próxima narración. Édouard Louis en una muestra de
entrega y lucha, rememora y desnuda los pasajes más dolorosos y violentos de su infancia y
adolescencia, sin reparar en la revictimización de recordar
la vergüenza que sintieron los demás de él o él mismo de sí, por cuanto, a causa
de esa enorme generosidad no hay otra conclusión que recomendar este libro y
etiquetarlo como prioritario en la próxima visita a la librería. ¡Gracias!