Hay Isabel Allende[1]
para mucho tiempo más y así lo ha demostrado la icónica escritora
latinoamericana con el lanzamiento de su novela El viento conoce mi nombre (2023). Una vez más, la autora realiza
una entrega bañada de realidad y contingencia teniendo como tema central la
separación a causa de la violencia del Estado.
Es del más primitivo instinto que las niñas y
niños estén tomados de las manos de sus padres o tutores. Asimismo, el término prematuro
de este vínculo protector resulta traumático y deja efectos psicológicos en
ocasiones irreversibles. Sin embargo, esta lamentable disociación ha ocurrido y de ello no se
ha aprendido lo suficiente, incluso los tomadores de decisiones del mismísimo
Estados Unidos han caído en el error y horror de estas prácticas inhumanas.
Ocurrió durante el nazismo donde la separación de niños judíos de sus padres
era un medio de sobrevivencia y amor[2],
ocurrió en la frontera de México y Estados Unidos durante la administración de
Donald Trump y aunque no lo crean, el estado sionista de Israel aplica la misma
crueldad con las familias palestinas en medio del conflicto en la Franja de
Gaza.
Es lo que han atravesado Samuel Adler y Anita
Díaz, protagonistas de esta entrega, en tiempos y lugares distintos pero con la
misma sensación de abandono y desesperanza. Ambos han sido sacados de cuajo de
la vida de sus padres a raíz de la violencia estatal carente de toda empatía y
humanidad. Por otro lado, El viento
conoce mi nombre tiene un rasgo novedoso y es que una niña toma la palabra
de la narración en primera persona, lo que nos hará recordar a Papelucho y su inocencia, su tierna
manera de ver la vida y de procesar sus emociones; mientras en las poblaciones
más adultas reina la desesperanza y el sentido práctico, en las infancias
predomina la esperanza, la fantasía y la capacidad de asombro.
El texto tiene una estructura narrativa
dividida en personajes y tiempos que en la segunda mitad de la novela
convergerán. Antes de eso, si bien cada historia es autónoma y se puede
entender por sí misma, el lector se preguntará por qué se pasa sin más ni más
de Viena a Arizona y luego a El Salvador. Hasta allí, cada historia podría
parecer un cuento separado de otro, pero la experimentada pluma de Isabel
Allende conducirá la narración hacia un punto común en donde todo cobrará sentido.
Si bien los temas y los personajes de Allende
tienen puntos en común entre sus novelas, según ella mismo ha comentado, es de
su interés escribir sobre el papel de las mujeres en distintos tipos de
sociedades, enfrentadas a dilemas económicos y premunidas de un común
denominador: la resiliencia. Esta novela no es la excepción, son las mujeres
las articuladoras de los pasos frente a la adversidad, las que toman decisiones
y buscan soluciones.
Aunque El
viento conoce mi nombre no es la novela icónica de Isabel Allende, no
decepciona. El talento narrativo está intacto pero la técnica se ve afectada
por la rapidez de los hechos narrados, es como si se estuviera oyendo un audio
con velocidad 2x, como si hubiera una necesidad externa de narrar en menos de
cuatrocientos páginas una novela que por los hechos históricos podría haber
aportado más al debate sin caer en el exceso de relleno y personajes planos.
Ese es el problema que surge cuando detrás de una historia prevalece más la
presión de una editorial que la narración en sí misma; una historia
contingente, un título pomposo y por favor, no vayas a ponerte ingeniosa Isabel que
más de cuatrocientas hojas encarecen la producción, en fin, porque qué importa
el proceso creativo, la emoción y la trascendencia del personaje en un best seller. Muy poco.
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