Versos

"Yo no protesto pormigo porque soy muy poca cosa, reclamo porque a la fosa van las penas del mendigo. A Dios pongo por testigo de que no me deje mentir, no hace falta salir un metro fuera de la casa para ver lo que aquí nos pasa y el dolor que es el vivir." (Violeta Parra en Décimas, autobiografía en versos)

jueves, 23 de junio de 2011

Nahuel


III
Un ramo de flores de campo en la tumba se cubrió de tierra hasta que el cajón que guardaba los restos mortales de Juvenal quedó para siempre sepultado tres metros bajo superficie en el cementerio Eternidad. La lluvia se echó a limpiar el aire y a humedecer los olores del campo. De vuelta a casa y con uno menos, Edecia no sabía qué hacer y por dos días de profunda reflexión y dolor olvidó dar de comer a los hijos hasta que la que llevaba dentro a patadas le proporcionó un golpe de hambre. Hizo cazuela a la gallina más gorda que encontró y abrió las cortinas para mirar la lluvia que todavía no cesaba mientras con sus hijos almorzaban en un silencio cruel en que los llantos silenciosos salaban lo que comían y el choque del servicio con la loza trisada era el sonido que hacía más presencia que los comensales. Antes de terminar, oyeron los gritos de una mujer llamando a la puerta. Era Anita María que le había prometido el día del funeral no dejarla sola por lo menos en aquel momento. Era Domingo. Conversaron a solas mientras los niños jugaban en el patio cuando escampaba y finalmente Anita María convenció a Edecia de que los niños deberían ir a la escuela sobretodo si ella se encontraba en gravidez, puesto que era evidente solo al mirar su cara manchada y su ensanchamiento de caderas. De la raza de esta familia estoica, los tres varones eran los primeros en recibir educación en una escuela pública. Los primeros días tuvieron que asistir con la misma ropa y se resfriaron de inmediato frente a las heladas mañanas que sus cuerpos poco abrigados debían soportar. Los tres hermanos quedaron en el mismo curso, pues a pesar de que sabían leer y escribir, no había un documento que así lo certificara y Anita María estaba más ocupada en conseguirles ropa y cuadernos entre los vecinos del pueblo que en nivelarles según sus competencias. Adaptarse a un nuevo sistema se les hizo difícil a raíz de la poca costumbre a una rutina y a compartir con niños que no fueran uno de sus hermanos. No obstante, con el pasar de las semanas, la escuela les convidó la socialización con otros infantes y la presencia de Victoria ayudó a afianzar los lazos y reintegrarse en menos de tres meses a la vida de la escuela. A ellos les servía en tanto la escuela era un lugar que no tenía cómo recordarles a su padre Juvenal y en cierto aspecto fueron llenando un espacio vacío con amistades y nuevas vivencias. Edecia tuvo que pagar los costos de esta nueva etapa en la vida de sus tres hijos. Estaba preñada, viuda y pasaba las mañanas sola torturándose en cómo iba a hacerlo sin la compañía de un esposo. En ocasiones gritaba de rabia porque no encontraba alimento suficiente en la huerta para alimentar a sus hijos y demente continuaba en su histeria caminando al cementerio para reclamarle a Juvenal su estado actual, su pobreza y desdicha.

Poco a poco la barriga de Edecia fue creciendo y los tres niños evidenciaron que vendría a la familia un nuevo integrante. Llenaron de preguntas a su madre, pero ella no tenía cómo explicarles cómo se hacían los hijos ni menos con un padre muerto. “Dejen de preguntarme a mí esas cosas, es Dios el que decide estas cosas” respondía ella con fuerza.
-       ¿Cuándo va a nacer nuestro hermano, mamá?- preguntó Garcilaso.
-       ¿Y si es mujer?- sugirió Marcelo Nahuel.
-       Coman, que se les va a enfriar la comida- les interrumpió ella con fuerza, pero dolida entera.

Un viernes de aquel invierno llegó junto a los tres niños la maestra Anita María y Victoria con un canasto con comida y dos gallos gordos para comer y acompañar el escaso frito de cebollas que Edecia tenía preparado en su sartén. La dueña de casa se sintió alegre luego de tantos días de vida triste y soledad. Como nunca se soltó en un abrazo a Anita María en gesto de gratitud. Mientras los niños jugaban y comentaban las prácticas tiránicas del director de la escuela, las dos mujeres conversaron de cómo sus madres le habían enseñado a preparar cazuelas y las formas menos crueles de matar a los animales para cocinarlos; de la sal, de la cocción del agua, de los hijos, del clima, del radioteatro, de la Virgen, de Dios y el diablo, de la mujer desnuda con cola que se les apareció en la ventana cuando su esposo aún estaba con vida. No se habían dado cuenta de que poco a poco el tiempo las fue haciendo amigas. Cuando el almuerzo estuvo listo eran casi las tres de la tarde y los niños se habían quedado dormidos del hambre, sin embargo el dulce llamado de Edecia los despertó y es que desde antes de que muriera Juvenal no escuchaban a esa madre cariñosa que creyeron perdida. Mientras se servían los platos en la mesa, Anita María comunicó a Edecia el propósito de esa visita inesperada.
- ¿Sabe Edecia?, estuve conversando con el director de la escuela y me dijo que necesitaba personal de aseo. ¿Le gustaría trabajar con nosotros?
- ¿Yo?, pero como se le ocurre misia, yo nunca he trabajado, ni menos en una escuela, además que estoy embarazada y no puedo hacer mucho trajín.
- Pero véalo por el lado de que va a estar cerca de sus hijos, va a salir de la casa y pensar menos en su difunto esposo y no gratis, le van a pagar una platita que ahora no tiene y va a necesitar- inquirió la maestra indicando el vientre de Edecia.
- Tendría que pensarlo, porque dígame usted oiga, quién me va a cuidar acá el rancho pues. Yo puedo no ser nada muy letrada, pero ahora que estoy sola, no puedo tomar las decisiones sin pensarlo.
- ¡No está sola mujer! Me tiene a mí. De acuerdo. Piénselo.

Aquella tarde hubo sol y se sirvieron el almuerzo escuchando el sonido de los pájaros que venían del norte. Terminada la comida, los niños partieron a jugar con un balón que había guardado en el cuarto de los castigos. Las mujeres, mientras, empezaron a preparar el pan amasado con los ingredientes que Anita María consiguió en el pueblo cuando por fuera de casa vieron pasar varios camiones del ejército de Chile camino a la costa.
-       Andan haciendo tonteras, metiéndose en lesuras, andan todos esos que se llevan. Nosotros somos gente de campo, qué tenemos que ver con las cuestiones de la ciudad.- comentó Edecia.
-       No es eso, chata, no es eso. Es gente que lucha por lo que cree justo, por vivir en un país libre y democrático. No veo por qué el castigo a pensar deba ser morir- sugirió la profesora.
-       ¡Ay, no sé nada de eso yo oiga! Esto es el campo, somos pobres, el que quiere comer trabaja. Uno nace para trabajar el campo, con los animales y el sembrao y así uno sobrevive acá. Yo todo lo feliz que he sido lo he sido sin libro y así como me ve. Además que esos revoltosos son puros de allá de Santiago que se vinieron a esconder al campo. ¡A lo hecho pecho pues doña!
-       Comprendo su punto de vista Edecia, pero tengo la esperanza de que algún día encontrará en ellos la razón. A ellos los van a matar y nadie los podrá defender. Hagamos lo que hagamos, creamos lo que creamos, todos merecemos una defensa porque todos guardamos el derecho a equivocarnos- dijo Anita María.
-       No sé nada yo, yo veo por mis hijos y por mí misia. Y más ahora que voy a entrar a trabajar a la escuela suya pues oiga.

La pequeña escuela del pueblo se situaba sobre un terreno seco, entre árboles pobres de verde. La lluvia no lograba quitar todo el polvo que levantaba el galope vigoroso de los caballos y el día que Edecia entró a la escuela a trabajar como auxiliar de aseo hacía un frío perverso que nacía en los huesos y terminaba en los respiros de las personas. Muchas veces a la entrada yacían los restos de perros y gatos que no toleraban las bajas de temperaturas del invierno y a menudo los infantes jugaban con ellos en los recreos. Cierta mañana luego de que Edecia terminara de limpiar el baño de hombres sufrió una descompensación que la llevó al piso en un profundo desmayo del cual solo despertó horas después en la sala que los profesores tenían como lugar de reunión. Allí se encontró rodeada de Anita María y el doctor Aiko Zaijiain que estaba de paso por el pueblo y conocía a la maestra desde Santiago.
-       Debes alimentarte mejor mujer, estás en preñez y veo que te faltan kilos- dijo el médico con un acento difícil.
-       ¿Qué me pasó Dios mío santo?
-       Te desmayaste. Dice el doctor que es importante que tengas una buena alimentación porque al parecer no tomas desayuno Edecia.
-       Pero si yo nunca he tomado desayuno y mire usted que tengo a mis tres hijos de lo más bien- respondió Edecia.
-       ¡Y usted doctor parece que no es nada de acá de Chile!
-       No, yo vengo de China, estoy trabajando en este país desde hace unos años y trato de juntar el dinero para traer a mi hijo que está con mis padres.
-       Pero mire usted, si no, se ha venido a meter al lugar menos apropiado- le advirtió Edecia.
-       Pues bien me doy cuenta, todo se me hace difícil en este país. De todos modos Ozún, se vendrá conmigo como sea y con el régimen que sea- aseguró el doctor.
-       ¡Allá usted pues don! Mucho gusto, yo ahora voy a terminar de trabajar antes de que me den la una de la tarde, mire que el jefe es re malas pulgas y no le va a costar nadita ponerme patitas en la calle.
-       No Edecia, te iré a dejar a la tu casa en el auto del doctor. Él es mi amigo y no hay problemas, le va a explicar al director de que no puedes seguir trabajando por hoy, él comprenderá.
-       Es que yo no puedo oiga, a mí me gusta cumplir y sobretodo ahora que ya no tengo la plata de los comerciantes.
-       ¡Yo te estoy apoyando mujer necia! En casa te prepararé un rico charquicán. Tu hija debe estar deshaciéndose allí dentro.
-       ¿Y cómo sabe usted que es niñita mujer?
-       Se me ocurre. Intuición femenina.
-       Imposible saberlo- dijo Aiko Zaijiain cuando se subían al carro.

Doña Edecia, doña Edecia se le quedan los niños, gritó Manuel, el portero de la escuela que se unió luego a la risotada colectiva por tal descuido. Luego en casa, el doctor Aiko Jiain pronosticó que faltaban alrededor de tres meses para el nacimiento de la nueva criatura. En el almuerzo el doctor contó su vida y de por qué prefería estar en Chile a pesar de que afuera se siguieran sintiendo los camiones rumbo al mar. Otros se detenían en el desierto. Enseñó a los niños a contar en chino mandarín y compartió las vivencias de su viaje. En la noche él debía marcharse y procuró volver cerca de tres meses para asistirla en el parto.
-       ¡Muchas gracias doctor, Dios lo bendiga!- dijo Edecia.
-       Dios no existe mamá- le dijo Nicolás.
-       ¡Cállate niño insensato- respondió su madre – te va a llevar el diablo ya sabes ya!
-       No le tengo miedo porque tampoco existe.
-       Porque no lo has visto, yo sí. Y ya silénciate mira que hoy es viernes.
-       ¡La quiero mucho mamita!- dijo Nicolás junto a un abrazo.
-       ¡Sientan hijos, Marisol se está moviendo!
-       ¿Cuál Marisol mamá?- dijeron al unísono Marcelo Nahuel y Garcilaso.
-       La que llevo acá adentro pues niños.

Una semana se anticipó Marisol en llegar a los brazos de Edecia que empezó a contar los tres meses que le había dicho el doctor. Sin embargo, cuando conversaba con Manuel sintió las contracciones que indicaban la inminencia del parto y casi por coincidencia terminó pariendo en el mismo lugar en que le asistieron el desmayo. En la semana siguiente llegó el doctor a cumplir lo pactado, encontrándose con la sorpresa de que la pequeña Marisol, cuya belleza era indiscutible, no le importaba la ciencia, sino sólo seguir sus deseos y corazonadas tal como en el futuro ello le traería el candado al destino.

Cuando Marisol llevaba un mes de vida ya era primavera y Edecia no pudo seguir trabajando los primeros dos, se aproximó una tragedia fatal. Tal situación la obligaba de cierto modo a abandonar algo el cuidado de los otros hijos. Eran épocas de inmensa pobreza puesto que sólo se sustentaba con la caridad de su amiga Anita María y de lo poco que quién sabía por qué y cómo no estaba entregando como lo hacía antes con tanto amor. Fue en un miércoles nefasto en que a la una de la tarde cuando terminaba Edecia de cocer las papas asomó un grito a la puerta de Manuel, el portero de la escuela que le preguntó por qué los niños no habían ido a las clases y que todos estaban muy preocupados porque los tres hermanos jamás habían faltado a aprender.

Después de horas de búsqueda y ya en casa, una piedra envuelta en un papel azotó en la puerta dejando un gran ruido que despertó a Marisol. Eran las diez de la noche cuando Anita María le leyó a Edecia el cruel mensaje: “Tus hijos estarán bien. Llora, llora mucho porque no los volverás a ver jamás. Si vas a la policía, los matamos.”
A pesar de que fueron a ver quién había lanzado la piedra con el mensaje, no encontraron a nadie.
-       ¿Por qué?- sollozaba Edecia.
-       Llora, llora no más- atinó Anita María.