Se dice que en los velorios se reúnen
familiares y amigos que el tiempo ha desterrado, que no hay muertos malos y
entorno a ellos, se reviven anécdotas y se reversionan las historias que dieron
origen a un amor, una pasión o un apodo. “Murió la Reina Isabel” es la oración
con que cierra el primer capítulo de esta novela y se abre un hilo de historias
escritas más que en páginas, en el polvo del Desierto de Atacama, en la pampa
chilena.
A partir de su muerte, el autor recorre la vida
y virtudes de la protagonista, por una parte. Por otro lado, realiza un
paralelo con la vida diaria en las oficinas salitreras y en cada capítulo
relata la historia de los apodos de los personajes como la Dos Punto Cuantro,
el Poeta Mesana, el Astronauta, la Ambulancia, la Malanoche y más. Es que en su
primera entrega, ningún personaje se conoce por su nombre real, sin por su
sobrenombre forjado bajo la luna y el sol del desierto o en los camarotes de
las prostitutas más variopintas de la literatura chilena.
Cae en gracia, más para quienes provienen del
desierto, advertir la especie de oxímoron que
crea Rivera Letelier[1]
con el desierto. Es que en un lugar donde no se supone exista vida ni otro
elemento que la tierra, el sol y las estrellas, se aplica un talento que crea
historias, más allá del color sepia que la pampa suele evocar; que alimenta un
caldo de cultivos con palabras escondidas en el diccionario que no redundan ni
se rebuscan, un campo nutrido, un desierto florido de castellano. Gárrula,
verba, malquisto, garumaje, atiplada, avieso, célicas, birlar, mayestática,
ablución, hetaira, ringorrangos, salaz, íngrima; ¿quién diría que todas esas
voces podrían vivir en una historia del desierto?
En veinte capítulos de regular y semejante
extensión, Rivera Letelier puso a disposición de su incipiente lectorado la
vida pampina, las supersticiones de la vida minera y la mirada masculina sobre
el oficio más antiguo del mundo, con capítulos notables como el número 12, 16 y
17 donde se narran con pasión y buena pluma el temple de los mineros pampinos,
su pasión por el fútbol, las desalmadas desvinculaciones con “palomas de oficio”
y la gloriosa mesa de las oficinas salitreras en sus tiempos dorados.
Salvo que se trate de una persona ducha en la
lectura en castellano, que maneje con facilidad su vocabulario, es complejo
avanzar con normalidad cuando hay que detenerse casa tres líneas a revisar el
significado de un adjetivo. Y es que tanto ama el relator a la Reina Isabel que
no escatima en los más impensados adjetivos para crear en el lector no una
imagen, sino un verdadero concepto.
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