I
Había renunciado a escribir esta historia
porque la vida me parecía aburrida. No ha dejado de serlo, pero que juzguen
otros. Un once de enero con los ojos semi abiertos, modorra en los pasos y
hablando en voz tediosa llegué de la habitación a la suerte de estar de la casa
de veraneo. Desde el pasillo se pronosticaba un día despejado, el sol peligroso
reflejándose en las aguas azules del océano y quizá un inocente temblor que
asustara a la concurrencia masiva como todos los fines de semanas. Pero pasando
el umbral de la puerta encontré una razón suficiente para renunciar a la
renuncia de contar lo siguiente.
II
Me llamo
Nahuel, tengo veinte años y no sé bien cómo describirme. Al menos puedo decir
que soy alto, de contextura normal, velludo, llevo bigotes, mis ojos son
verdes, la nariz es recta y aguda, de color moreno que a la mínima pizca de luz
se tuesta, mi pelo está entre el negro y el castaño oscuro, los pómulos se
pronuncian medio centímetro más del promedio de la población, mis cejas se
alinean en una recta que sube a la mitad quiebra repentinamente para
bajar al ceño, mis labios son casi pálidos casi rojos, tengo mis dientes
completos, tengo un torso ancho y bien trabajado, mis glúteos son algo elevados
y no me acomplejan como a muchos hombres, mis piernas son de músculos
pronunciados y arqueadas. Me gusta usar lentes de sol, vestir ropas holgadas,
con un estilo andino, y que nada sea muy rígido porque en un lugar como el que
vivo, sentir la ausencia de una brisa mínima de viento idiotiza. Soy
universitario y ocupo en los veranos el tiempo para leer lo que en el año
académico no puedo, más que todo cuentos, novelas, historias de terror, misterio,
amores viejos y de tiempos coloniales. Mi medio de transporte favorito es mi
bicicleta, fiel bípedo que aún no caduca. No creo en Dios. Y soy políticamente
ateo. Sin embargo no me conozco completamente y la única característica que con
paradoja puedo asegurar es mi timidez e inseguridad. Como no sé eso que otros
hacen tan bien tomaré las palabras de quienes me conocen. Mi madre opina soy
indeciso e inseguro desde que nací, pues, como siempre lo relata me demoré
hasta el último día de la última semana en producir contracciones. En el
momento del parto, sólo cuando el doctor mencionó la palabra fórceps me
aventuré a salir del útero de mi madre. Mi padre, en cambio, para describir mi
característica ejemplifica con que no sé lo que quiero pues un hombre que ha
dejado pasar tantas mujeres a mi edad no puede ser más que un inseguro, sin
cojones o que sin más pensar, no gusta de las mujeres. Él es médico cirujano,
se llama Gonzalo Zaijiain y me trajo a la vida cuando caminaba por los treinta
y tres años.
Como
cuenta la abuela Edecia, cuando vivían en el campo y el abuelo Juvenal aún
estaba con vida llegó una época en que todo se les hizo más difícil. Los
negocios que hacían con los feriantes iban de mal en peor, todas las mañanas
acudían a la capilla del templo a pedir por algo de prosperidad, aunque fuera
un poquito. Pero nada. Cuenta ella que la mala racha llegó de pleno después que
vieran la sombra de una mujer desnuda, menuda y con cola proyectándose sobre la
cortina en el momento en que se alistaban para procrear. Esa noche, con el
miedo, llegó el frío y se les hicieron témpano las pasiones. Durmieron con la
presencia de la mujer perversa en los sueños y las onomatopeyas lloriquientas
de los animales en el ambiente se les entraron a los sueños. Al día venidero la
mitad del ganado fue robado, las flores del jardín se marchitaron y las
verduras en cosecha salían amargas y agusanadas.
Inicialmente mis tíos eran tres y con mi mamá hacían cuatro hermanos. El mayor
se llamaba Nicolás y en el tiempo de la mala suerte contaba ocho años a su
espalda. Era un niño gracioso y hábil en la aritmética a pesar de que no acudía
a la escuela como tampoco lo hizo su padre, su madre, sus abuelos ni
tatarabuelos. La única escuela que tuvo esta estirpe fue la vida con sus
crueldades, sus curiosas maravillas y los desencantos de la naturaleza. Como
los animales, hicieron de la supervivencia un lema y sumado a las distintas
habilidades de cada integrante del clan pudieron con la pobreza y con los vicios
del hacinamiento. Nicolás era un pequeño robusto y de ojos almendrados,
escéptico y todo lo que le contaban lo comprobaba; fue así como a su escasa
edad se hizo ateo sin saberlo porque que le dijeran que Dios lo estaba mirando
no le constaba y entonces no le temía. Frente a las miradas despreocupadas de
sus padres aseguraba que en la vida todo pasaba por algo y la lluvia, el calor,
el viento, las aves de temporadas hacían presencia con cierta periodicidad y no
significaba el enojo, tristeza o alegría de ningún Dios y de nada que no
pudiera verse, tocarse o al menos olerse. La habilidad lógica del pequeño ayudó
al padre a llevar una contabilidad básica de los animales y frutos y a calcular
con poco error cuándo pondría la gallina, pariría la vaca, cuántos huevos
pondría la pata según su edad o cuántas gallinas necesitaba un gallo para
apaciguar sus pasiones. También calculaba con éxito las temporadas para plantar
tal o cual hortaliza. Rápidamente ayudó a los padres en los negocios y advirtió
que el margen de utilidad que se adquiría por las ventas era muy poco y que
cambiar un ternero por una docena de gallinas carecía de sensatez alguna.
Garcilaso era el segundo hijo de la abuela Edecia y su talento era la lectura y
escritura. Él tampoco fue a la escuela y no recibió otra educación que la
crianza improvisada de sus padres y su propia habilidad autodidacta. Un día en
que sufrió una reprimenda atroz de manos de su padre por enseñarle a los
polluelos recién salidos a mantener la respiración bajo el agua y matarlos de
pura inocencia y buena intención, encontró en la pieza de los castigados un
libro en cuya portada aparecía una pareja de pequeños encima de un cubo mirando
atentamente un texto. Lo abrió y de puro instinto asoció los sonidos primeros
de las palabras con una figura que con el tiempo y práctica de la escritura,
entendería que se llamaban letras. Entonces comprendió la lógica de las letras
y las palabras. Enseñó a leer su madre primero ya que luego de intentarlo con
Juvenal descubrió el significado de la ignorancia y el orgullo. Tenía sólo seis
años y complementó con Nicolás el conocimiento recién descubierto de modo que
mientras el segundo enseñaba a leer y escribir, el primogénito le
retroalimentaba con contar las vacas y sumar y restar los polluelos a los que
le quitó la vida sin culpa alguna. Garcilaso se entretenía leyendo en voz altas
los libros, revistas y diarios que encontraba en la pieza de los castigos que
eran llevados por la caridad a esa casa pero no eran tan agradecidos como los
canastos de alimentos no perecibles traídos de la ciudad por un grupo de gentes
con buena voluntad. De este grupo que iba al campo cada seis meses destacaba
una mujer a la que llamaban Anita María, de unos cincuenta años que dedicó su
vida entera a enseñar en una escuela básica y a la caridad. No tenía hijos
porque consideraba que hacer niños por llenar una matriz emocional era un acto
de profundo egoísmo más todavía si miraba el mundo lleno de guerras, rencores
sin fundamento en que se fomentaba el nacionalismo. Además de sus gatos
tiernos, crió a una pequeña a la que veía todos los días a solas en la esquina
del paradero pidiendo dinero, moquillenta siempre y llena de cicatrices lamidas
por unos perros que parecían sus únicos protectores. Parecía tener unos cinco
años y haber sido abandonada hace pocas semanas. Se acercó y la niña lloró
atemorizada por la extraña, sin embargo, la insistencia de Anita María logró
hacerla entrar en la poca razón que tenía y la llevó a una comisaría para
dejarla. Con olor a cigarrillos, funcionarios serios y limitados por la
realidad institucional del país intentó buscar alguna solución pero la policía
y todo tipo de fuerza armada estaba más preocupada de detener comunistas o
subversivos que a atender casos de riesgo social a lo que se referían como algo
irremediable y ya casi natural. Así, luego de una corta meditación y tres
respiraciones profundas decidió criar a la pequeña como hija y frente a los
asuntos legales sólo le bastó unos miles de pesos. Era soborno, pero prefería
sobornar que dejar a la niña a merced de la nada. Desde entonces fue su hija,
la bautizó como Victoria. Sus actos de entrega y amor instaron en la voz de
Victoria el vocablo mamá.
Entraba
la primavera cuando el grupo de beneficencia hizo la visita semestral al rancho
de Edecia y Juvenal. Anita María asistió junto a Victoria la que en frente de
tanta libertad y naturaleza se soltó de su mano saliendo a correr, a oler, a
querer saltar para tomar el sol, a jugar con los animales con quienes siempre
estableció una comunicación efectiva así como lo hizo con los gatos de su casa.
En su búsqueda ya casi inútil porque vio a la niña feliz y jugando con Nicolás,
se detuvo bajo la sombra de un árbol cuando escuchó media incrédula, media
emocionada la voz de un pequeño Garcilaso recitando con el alma un poema de
Gabriela Mistral que encontró en un diario roído de ratones. Anita María quiso
conocerlo pero temió ser invasora frente a los sentimientos profundos de Edecia
y Juvenal. Grabó en su memoria la voz de Garcilaso y en la hora de almorzar el
niño bajó de su escondite al que había dado un orden de biblioteca e
improvisado tragaluz para leer en luna llena. Tanta era su pasión que a veces
desobedecía para ser castigado y terminar aquel anaquel lleno de tantas
historias. Casi impulsada por su curiosidad, fingió ir al baño para encontrar
al niño, sin embargo, Garcilaso había salido por otro acceso y en vez de
abordar al pequeño encontró a otro que nadie conocía dadas sus descripciones
saliendo del baño.
-¿Cómo te llamas pequeño?- inquirió Anita María
-No sé señorita Anita- respondió el fantasma con voz de Garcilaso que luego
de besarla salió corriendo para desaparecer.
De vuelta al humilde comedor,
Anita María al fin ubicó al niño Garcilaso original y lo saludó con un poema de
su mentora Gabriela Mistral. En la segunda estrofa el niño se unió: ¡Piececitos
heridos por los guijarros todos, ultrajados de nieves y lodos!. La conexión
fue inmediata y decidió Anita María hablar con sus padres para matricular a los
pequeños en la escuela rural, a lo que Juvenal se negó. La profesora hizo
presión en el grupo de caridad para aumentar las frecuencias de visitas al
campo con el pretexto de que la pobreza en el área se radicalizaría en poco
tiempo cosa que escapaba a una excusa y con el poco tiempo se hizo evidente. El
grupo rechazó la iniciativa debido a que eran personas ocupadas y el paseo como
le llamaban a las visitas les demandaba mucha diligencia. En tal contexto Anita
María, mujer muy pensante y lista, agotó las posibilidades para encontrar un
puesto en la escuela rural más cercana a la familia de Juvenal y Edecia en
donde le alcanzara para vivir con Victoria. No fue fácil salir de la ciudad que
a pesar de significar tensión, autoritarismo, contaminación y peligro aunque se
asegurara lo contrario, también significaba comodidad, accesibilidad, agua
potable y electricidad. No obstante, Anita María siempre prefirió la
confortabilidad de un sillón con un chocolate caliente y un libro en sus ojos
más que en sus manos, con sus gatos ronroneando y ver sus árboles crecer cada
día más para albergar a las aves de la temporada. Cuando tuvo que tomar el
papel de madre inculcó aquel hábito de la lectura en su hija y le decía que la
magia de un libro está en que al leerlo las palabras toman voz y te cuentan una
historia que jamás imaginarías, si no me crees, pues oye lo que me narran a mí…
y de ese modo se aventuraba a leerle cuentos infantiles de diversos autores. A
enseñarle que después de todo, la magia sí existía. En su casa no existía el
televisor ni los espacios sin luz del sol. Los fines de semana se levantaba
temprano para sacar del huerto tomates maduros, del gallinero unos huevos
frescos y cocinarle a Victoria un desayuno nutritivo el cual debía consumir sin
despotricar. Luego la dejaba ir a jugar con sus amigos y cuando volvía antes de
lo previsto jugaba con los animales y les enseñaba a los gatos a cazar ratones
y a no comerse a los polluelos recién salidos del cascarón. Y así, mientras
tanto, con la luz del sol preparaba el almuerzo escuchando la radio para no
pensar en su difunto esposo al cual amó siempre con lealtad y firmeza ante los
últimos hálitos que le impuso el cáncer. A pesar de ser profesora con un sueldo
escaso Anita María gozaba de una casa amplia con patio suficiente para tener un
huerto, conejos, gallinas y algunas cabras; vivía en un lugar acomodado de la
ciudad del cual para ir a clases a enseñar debía atravesar la ciudad en microbús
y comprobar cada día que paradójicamente el golpe de estado no había mejorado
mucho las cosas; los pobres más pobres e infelices y los ricos más ricos y
ciegos. Su esposo era médico y había podido juntar los ahorros suficientes a
Anita María para que pudiera tener una vejez digna.
Llena de valor, Anita María vendió
su casa y subió desde su sillón favorito hasta el último conejo a un camión que
la llevaría al campo. Con un pañuelo blanco dijo adiós al recuerdo de su amado
y el sol de la mañana de sábado le golpeó la cara. Establecida en el campo, se
las arregló para comunicarse con Garcilaso y proveerlo de lectura. El niño
segundo de Edecia y Juvenal ayudó a sus padres a mejorar el trato con los
feriantes y otros personeros que llegaban a comprar verduras y animales, lleno
de las palabras precisas y los usos de buena crianza de la ciudad. Garcilaso
entregó sin querer a sus padres las herramientas para tener buenos tratos con
los clientes. Empero, eran los malos tiempos por culpa de la mujer que se
proyectó hace no pocas noches en la cortina de los abuelos y ni la aritmética
ni las palabras certeras ayudaron contra la mala racha que comenzaba. Mucho más
ayudó el tercer hijo Marcelo Nahuel.
Marcelo Nahuel tenía cinco años
de edad en la época de la mala suerte. Era el niño favorito de Juvenal pues su
ternura inmensa e inocencia lograron despertar los amores de padre en ese
hombre básico que entregaba su cariño proveyendo y dando castigos porque no
sabía cómo acariciar a nadie ni tampoco sabía hablar con mucha fluidez. El
pequeño Marcelo Nahuel constituía un artista en bruto, pasaba sus horas
bailando con los perros, cantando, riendo, abrazando con o sin hambre y no
lloraba. Todo le parecía cómico y protagonizaba los actos de inocencia más
enternecedores. Una noche hizo tropezar a Juvenal y hacerle caer encima de un
perro lo que llenó al abuelo de ira que estaba dispuesto a tomar al niño del
cuello y dejarlo morado, mas el niño Marcelo Nahuel se acercó a acariciar el
rostro del padre pues pensaba que éste quería jugar a que él era su padre y que
el perro malvado lo había herido. Entonces Juvenal sintió en su estómago algo
parecido a un impulso que no pudo verbalizar, se llenó de vergüenza y de sus
ojos salía agua salada mientras el pequeño tomaba pasto y tierra para darle de
comer al hombre luego de que la bestia intentara comérselo. Juvenal se quedó
sentado tratando de explicarse lo que estaba sintiendo y pasó más de media hora
cuando el pequeño Marcelo Nahuel dio un bostezo poderoso y cayó rendido en las
faldas de su padre.
Cuando llegó el tiempo de la
mala suerte a casa y Juvenal sintió que moriría pronto, Marcelo Nahuel sirvió
sin saberlo como un instrumento de alegría y esperanza, pero más ayudó a su
madre Edecia cuando ésta supo que estaba en estado de preñez nuevamente.
Juvenal murió solo en la pieza de los castigos porque pensó que allí por lo
menos los niños no lo encontrarían y sin saber que tendría una hija. Puso en
las manos de mujer suficiente dinero para que llevara a los pequeños al circo y
no le vieran morir. Se despidió de ella diciéndole que la quería y dándole las
gracias por soportarlo a pesar del pan y de la cebolla. A sus hijos los abrazó
y les pidió que se portaran bien y fueran buenos hijos con Edecia. A Marcelo
Nahuel lo besó en la frente y el niño casi se quedó en casa con su padre. Le
preguntó por qué no iba con ellos al circo y él le respondió que debía ir a
cosechar el choclo. Yo me quedo entonces a mirarte respondió el niño y su padre
con una inusitada astucia le solicitó que fuera, que se riera y memorizara los
chistes de los payasos para decírselos una vez de vuelta en casa. Fueron al
circo. Juvenal subió a la pieza de los castigos y se sorprendió cuando vio las
repisas con libros ordenados por tamaño, pero más anonadado estuvo cuando
escuchó la voz de Garcilaso en otro niño que no conocía leyendo una biblia en
voz alta: ahora y en la hora de nuestra muerte, amén. Juvenal cayó
al piso luego de que su corazón se tensionara por vez última y quedara tieso
por dentro. Se convirtió en un cuerpo sin alma y sin conciencia. El fantasma
perdió su forma humana y desapareció dejando caer la biblia junto al cuerpo del
recién finado.
III
Un ramo de flores de campo en
la tumba se cubrió de tierra hasta que el cajón que guardaba los restos
mortales de Juvenal quedó para siempre sepultado tres metros bajo superficie en
el cementerio Eternidad. La lluvia se echó a limpiar el aire y a
humedecer los olores del campo. De vuelta a casa y con uno menos, Edecia no
sabía qué hacer y por dos días de profunda reflexión y dolor olvidó dar de
comer a los hijos hasta que la que llevaba dentro a patadas le proporcionó un
golpe de hambre. Hizo cazuela a la gallina más gorda que encontró y abrió las
cortinas para mirar la lluvia que todavía no cesaba. Sus hijos almorzaban en un
silencio cruel en que los llantos silenciosos salaban lo que comían y el choque
del servicio con la loza trisada era el sonido que hacía más presencia que los
comensales. Antes de terminar, oyeron los gritos de una mujer llamando a la
puerta. Era Anita María que le había prometido el día del funeral no dejarla
sola por lo menos en aquel momento. Era Domingo. Conversaron a solas mientras
los niños jugaban en el patio al amaine y finalmente Anita María convenció a
Edecia de que los niños deberían ir a la escuela sobretodo si ella se
encontraba en una gravidez evidente solo al mirar su cara manchada y su
ensanchamiento de caderas. De la raza de esta familia estoica, los tres varones
eran los primeros en recibir educación en una escuela pública. Los primeros
días tuvieron que asistir con la misma ropa y se resfriaron de inmediato frente
a las heladas mañanas que sus cuerpos poco abrigados debían soportar. Los tres
hermanos quedaron en el mismo curso, pues a pesar de que sabían leer y
escribir, no había un documento que así lo certificara y Anita María estaba más
ocupada en conseguirles ropa y cuadernos entre los vecinos del pueblo que en
nivelarles según sus competencias. Adaptarse a un nuevo sistema se les hizo
difícil a raíz de la poca costumbre a una rutina y a compartir con niños que no
fueran uno de sus hermanos. No obstante, con el pasar de las semanas, la
escuela les convidó la socialización con otros infantes y la presencia de
Victoria ayudó a afianzar lazos y reintegrarse en menos de tres meses a la vida
de la escuela. A ellos les servía en tanto la escuela era un lugar que no tenía
cómo recordarles a su padre Juvenal y en cierto aspecto fueron llenando un
espacio vacío con amistades y nuevas vivencias. Edecia tuvo que pagar los
costos de esta nueva etapa en la vida de sus tres hijos. Estaba preñada, viuda
y pasaba las mañanas sola torturándose en cómo iba a hacerlo sin la compañía de
un esposo. En ocasiones gritaba de rabia porque no encontraba alimento
suficiente en la huerta para alimentar a sus hijos y demente continuaba en su
histeria caminando al cementerio para reclamarle a Juvenal su estado actual, su
pobreza y desdicha.
Poco a poco, la barriga de
Edecia fue creciendo y los tres niños evidenciaron que vendría a la familia un
nuevo integrante. Llenaron de preguntas a su madre, pero ella no tenía forma de
explicarles cómo se hacían los hijos ni menos con un padre muerto. “Dejen de
preguntarme a mí esas cosas, es Dios el que decide estas cosas” respondía ella
con fuerza.
- ¿Cuándo va a nacer nuestro
hermano, mamá?- preguntó Garcilaso.
- ¿Y si es mujer?- sugirió
Marcelo Nahuel.
- Coman, que se les va a enfriar
la comida- les interrumpió ella con fuerza, pero dolida entera.
Un viernes de aquel invierno
llegó junto a los tres niños la maestra Anita María y Victoria con un canasto repleto
de alimentos y dos gallos gordos para comer y acompañar el escaso frito de
cebollas que Edecia tenía preparado en su sartén. La dueña de casa se sintió
alegre luego de tantos días de vida triste y soledad. Como nunca se soltó en un
abrazo a Anita María en gesto de gratitud. Mientras los niños jugaban y
comentaban las prácticas tiránicas del director de la escuela, las dos mujeres
conversaron de cómo sus madres le habían enseñado a preparar cazuelas y las
formas menos crueles de matar a los animales para cocinarlos; de la sal, de la
cocción del agua, de los hijos, del clima, del radioteatro, de la Virgen, de
Dios y el diablo, de la mujer desnuda con cola que se les apareció en la
ventana cuando su esposo aún estaba con vida. No se habían dado cuenta de que
poco a poco el tiempo las fue haciendo amigas. Cuando el almuerzo estuvo listo
eran casi las tres de la tarde y los niños se habían quedado dormidos del
hambre, sin embargo, el dulce llamado de Edecia los despertó y es que desde
antes de que muriera Juvenal no escuchaban a esa madre cariñosa que creyeron
perdida. Mientras se servían los platos en la mesa, Anita María comunicó a
Edecia el propósito de esa visita inesperada.
- ¿Sabe Edecia?, estuve
conversando con el director de la escuela y me dijo que necesitaba personal de
aseo. ¿Le gustaría trabajar con nosotros?
- ¿Yo?, pero como se le ocurre
misia, yo nunca he trabajado, ni menos en una escuela, además que estoy
embarazada y no puedo hacer mucho trajín.
- Pero véalo por el lado de
que va a estar cerca de sus hijos, va a salir de la casa y pensar menos en su
difunto esposo y no gratis, le van a pagar una platita que ahora no tiene y va
a necesitar- inquirió la maestra indicando el vientre de Edecia.
- Tendría que pensarlo, porque
dígame usted oiga, quién me va a cuidar acá el rancho pues. Yo puedo no ser
nada muy letrada, pero ahora que estoy sola, no puedo tomar las decisiones sin
pensarlo.
- ¡No está sola mujer! Me
tiene a mí. De acuerdo. Piénselo.
Aquella tarde hubo sol y se
sirvieron el almuerzo escuchando el sonido de los pájaros que venían del norte.
Terminada la comida, los niños partieron a jugar con un balón que había
guardado en el cuarto de los castigos. Las mujeres, mientras, empezaron a
preparar el pan amasado con los ingredientes que Anita María consiguió en el
pueblo cuando por fuera de casa vieron pasar varios camiones del ejército de
Chile camino a la costa.
- Andan haciendo tonteras, metiéndose en lesuras, andan todos esos que se
llevan. Nosotros somos gente de campo, ¿qué tenemos que ver con las cuestiones
de la ciudad?- comentó Edecia.
- No es eso, chata, no es eso. Es gente que lucha por lo que cree justo, por
vivir en un país libre y democrático. No veo por qué el castigo a pensar deba
ser morir- sugirió la profesora.
- ¡Ay, no sé nada de eso yo oiga! Esto es el campo, somos pobres, el que
quiere comer trabaja. Uno nace para trabajar el campo, con los animales y el
sembrao y así uno sobrevive acá. Yo todo lo feliz que he sido lo he sido sin
libro y así como me ve. Además que esos revoltosos son puros de allá de
Santiago que se vinieron a esconder al campo. ¡A lo hecho pecho pues doña!
- Comprendo su punto de vista Edecia, pero tengo la esperanza de que algún
día encontrará en ellos la razón. A ellos los van a matar y nadie los podrá
defender. Hagamos lo que hagamos, creamos lo que creamos, todos merecemos una
defensa porque todos guardamos el derecho a equivocarnos- dijo Anita María.
- No sé nada yo, yo veo por mis hijos y por mí misia. Y más ahora que voy a
entrar a trabajar a la escuela suya pues oiga.
La pequeña escuela del pueblo se situaba sobre un terreno seco, entre
árboles pobres de verde. La lluvia no lograba quitar todo el polvo que
levantaba el galope vigoroso de los caballos y el día que Edecia entró a la
escuela a trabajar como auxiliar de aseo hacía un frío perverso que nacía en
los huesos y terminaba en los respiros de las personas. Muchas veces a la
entrada yacían los restos de perros y gatos que no toleraban las bajas de
temperaturas del invierno y a menudo los infantes jugaban con ellos en los
recreos. Cierta mañana luego de que Edecia terminara de limpiar el baño de
hombres sufrió una descompensación que la llevó al piso en un profundo desmayo
del cual solo despertó horas después en la sala que los profesores tenían como
lugar de reunión. Allí se encontró rodeada de Anita María y el doctor Aiko
Zaijiain que estaba de paso por el pueblo y conocía a la maestra desde
Santiago.
- Debes alimentarte mejor mujer, estás en preñez y veo que te faltan kilos-
dijo el médico con un acento difícil.
- ¿Qué me pasó Dios mío santo?
- Te desmayaste. Dice el doctor que es importante que tengas una buena
alimentación porque al parecer no tomas desayuno Edecia.
- Pero si yo nunca he tomado desayuno y mire usted que tengo a mis tres hijos
de lo más bien- respondió Edecia.
- ¡Y usted doctor parece que no es nada de acá de Chile!
- No, yo vengo de China, estoy trabajando en este país desde hace unos años y
trato de juntar el dinero para traer a mi hijo que está con mis padres.
- Pero mire usted, si no, se ha venido a meter al lugar menos apropiado- le
advirtió Edecia.
- Pues bien me doy cuenta, todo se me hace difícil en este país. De todos
modos Jian, se vendrá conmigo como sea y con el régimen que sea- aseguró el
doctor.
- ¡Allá usted pues don! Mucho gusto, yo ahora voy a terminar de trabajar
antes de que me den la una de la tarde, mire que el jefe es re malas pulgas y
no le va a costar nadita ponerme patitas en la calle.
- No Edecia, te iré a dejar a la tu casa en el auto del doctor. Él es mi
amigo y no hay problemas, le va a explicar al director de que no puedes seguir
trabajando por hoy, él comprenderá.
- Es que yo no puedo oiga, a mí me gusta cumplir y sobretodo ahora que ya no
tengo la plata de los comerciantes.
- ¡Yo te estoy apoyando mujer necia! En casa te prepararé un rico charquicán.
Tu hija debe estar deshaciéndose allí dentro.
- ¿Y cómo sabe usted que es niñita mujer?
- Se me ocurre. Intuición femenina.
- Imposible saberlo- dijo Aiko Zaijiain subiéndose al carro.
Doña Edecia, doña Edecia se le quedan los niños, gritó Manuel, el portero
de la escuela que se unió luego a la risotada colectiva por tal descuido. Luego
en casa, el doctor Aiko Jiain pronosticó que faltaban alrededor de tres meses
para el nacimiento de la nueva criatura. En el almuerzo el doctor contó su vida
y de por qué prefería estar en Chile a pesar de que afuera se siguieran
sintiendo los camiones rumbo al mar. Otros se detenían en el desierto. Enseñó a
los niños a contar en chino mandarín y compartió las vivencias de su viaje. En
la noche él debía marcharse y procuró volver cerca de tres meses para asistirla
en el parto.
- ¡Muchas gracias doctor, Dios lo bendiga!- dijo Edecia.
- Dios no existe mamá- le dijo Nicolás.
- ¡Cállate niño insensato- respondió su madre – te va a llevar el diablo ya
sabes ya!
- No le tengo miedo porque tampoco existe.
- Porque no lo has visto, yo sí. Y ya silénciate mira que hoy es viernes.
- ¡La quiero mucho mamita!- dijo Nicolás junto a un abrazo.
- ¡Sientan hijos, Marisol se está moviendo!
- ¿Cuál Marisol mamá?- dijeron al unísono Marcelo Nahuel y Garcilaso.
- La que llevo acá adentro pues niños.
Una semana se anticipó Marisol en llegar a los brazos de Edecia que empezó
a contar los tres meses que le había dicho el doctor. Sin embargo, cuando
conversaba con Manuel sintió las contracciones que indicaban la inminencia del
parto y casi por coincidencia terminó pariendo en el mismo lugar en que le
asistieron el desmayo. En la semana siguiente llegó el doctor a cumplir lo pactado,
encontrándose con la sorpresa de que la pequeña Marisol, cuya belleza era
indiscutible, no le importaba la ciencia, sino sólo seguir sus deseos y
corazonadas tal como en el futuro ello le traería el candado al destino.
Cuando Marisol llevaba un mes de vida ya era primavera y Edecia no pudo
seguir trabajando los primeros dos, se aproximó una tragedia fatal. Tal
situación la obligaba de cierto modo a abandonar algo el cuidado de los otros
hijos. Eran épocas de inmensa pobreza puesto que sólo se sustentaba con la
caridad de su amiga Anita María y de lo poco que quién sabía por qué y cómo no estaba
entregando la tierra con ese amor de antes. Fue en un miércoles nefasto en que
a la una de la tarde cuando terminaba Edecia de cocer las papas asomó un grito
a la puerta de Manuel, el portero de la escuela que le preguntó por qué los
niños no habían ido a las clases y que todos estaban muy preocupados porque los
tres hermanos jamás habían faltado a aprender.
Después de horas de búsqueda y ya en casa, una piedra envuelta en un papel
azotó en la puerta dejando un gran ruido que despertó a Marisol. Eran las diez
de la noche cuando Anita María le leyó a Edecia el cruel mensaje: “Tus hijos
estarán bien. Llora, llora mucho porque no los volverás a ver jamás. Si vas a
la policía, los matamos.”
A pesar de que fueron a ver quién había lanzado la piedra con el mensaje,
no encontraron a nadie.
- ¿Por qué?- sollozaba Edecia.
- Llora, llora no más- atinó Anita María.
IV
(Dedicado a Diego Olivares Bonilla en la celebración de sus veintiún años)
Cuando
hago el amor me cuido de no tener más hijos, aunque dudo que mi cuerpo de vieja
tenga fuerzas para eso. Hago el amor porque me gusta sentirme una hembra. Voy
al metro por favor. Parece que va a llover Marisol. Qué rico mamita, me gusta
la lluvia porque me haces picarones. Dios mío, cómo haces hombres tan guapos y
a mujeres tan débiles, supiera el chofer lo que estoy pensando de él, puchas,
ya estamos llegando al metro; no tiene anillo. Le voy a preguntar cuando me
baje las maletas si quiere venirse a vivir conmigo, total, nada le va a faltar.
Hay un taco enorme de autos y yo acá con este frío, pero no importa, al menos
estoy con mi princesita hermosa; me habría gustado tanto que tuviera a sus
hermanos para que la cuidaran y protegieran. Dónde estarán Señor, dónde, dame
una señal. Han pasado los años y no sé nada de ellos, si están vivos o muertos,
si están en Chile o no. Mañana está de cumpleaños mi Nicolacito. Devuélvemelos
Dios mío por favor, te entrego mi vida si me los traes de vuelta, la vida. ¿Por
qué crestas he sido tan desgraciada? ¿A quién le he hecho daño para sufrir así?
Estoy segura de que me tiraron un mal, desde que vi a esa mujer coluda el mal
no se ha ido de mi vida, si no fuera por mi Marisol, ya me habría ido solita de
este mundo. Viuda, soy viuda, me siento sola como un animal sin dueño. Tanto
que se mueve este auto, parece que está temblando. ¿Por qué está mirando tanto
a mi mamá usted? ¿Le gusta? Porque ella es mía y nadie me la quita. ¡Virgen del
Carmen qué vergüenza! Pero será verdad que me está mirando tanto. El hombre es
bonito, no le doy más de cuarenta años y yo ando por la misma edad. Cuando
lleguemos al metro le voy a preguntar si se quiere casar conmigo. ¡Mira! Esa
señora se parece tanto a mi amiga Anita María, qué será de ella, viviría
todavía en el campo. Pensar que le debo tanto sobretodo ahora que aparecieron
los padres de la Vicky. ¿Cómo puede ser digo yo que te puedas ir al exilio sin
tu hija, abandonarla y después como si nada venir a reclamarla? Pero en los
papeles la Vickita es de la Anita María, bueno, pero ella es inteligente y por
lo demás la niña ni debe acordarse de sus papás. ¿Se acordarán los hijos míos
de mí? ¿Tendrán otros nombres? Mamá, ¿Estamos llegando al metro? Sí hija y como
ya estamos llegando te aviso que me gusta el chofer y le voy a pedir que se
venga a vivir con nosotras. Yo a usted la voy a querer siempre y más que a todo
en el mundo porque es mi tesoro, Marisol, no se preocupe que a nosotras nadie
nos va a separar como me separaron de tus hermanos. ¿Tengo hermanos mamita? Sí
mi amor, pero ellos están lejos, me los robaron después que tu nacieras. Ah, yo
los quiero. Pero, ¿Cuántos son? Son tres. Sabe que, me quiero casar con usted,
mejor no me deje en el metro y lléveme a la casa para que nos conozcamos mejor
caballero. Que sea lo que Dios quiera no más, la mujer se ve linda y decidida,
así me gustan las mujeres, ya llevo quince años viudo y no tengo ganas de
seguir solo; mi amor yo nunca la voy a olvidar, siempre la voy a querer, pero
deme permiso para rehacer mi vida. Gracias. Dígame por dónde vive dama. Me
llamo Edecia. ¿Se va a casar con mi mamita? Sí, pero no te la voy a quitar, la
vamos a compartir. Mamita, ¿Quién es mi papá? Se murió cuando estabas en mi
vientre, nunca supo que venías en camino hija de mi alma. Si lo habría sabido
quizás se muriera ahí mismo. Ni ahora son tiempos ni menos antes como para
traer niños al mundo, aunque a pesar de todo me alegra mucho tenerte. Tienes
cara de Sergio tú, ¿ese es tu nombre? Sergio Aldunate, el mismo que viste y
calza. Doble en la esquina, en esa casa celeste de rejas negras Sergio,
bienvenido a casa. Menos mal que encontré un compañero porque puchas que me
cuesta pagar el arriendo. Yo vivo en La Legua Edecia, esta semana traigo mis
cosas, me gusta usted oiga es linda, buenamoza sabe que por allá donde vivo la
otra vez quedó la tendalada con los milicos y los vecinos en la visita del
Papa, oiga qué desastre más grande, ¿qué dirá el Santo Padre? Bueno, él ha de
saber todas las lesuras que han pasado en esta patria pues, unos por allá,
otros por acá, la verdad que no entiendo mucho, pero en la vida hay que
trabajar como dijera mi difunto esposo mande quien mande, si nosotros los
pobres nos rascamos con nuestras propias uñas. Es lo que nos tocó no más. Hija,
vaya a abrigarse porque está muy fuerte la lluvia.
La
gente anda gritando como loca, golpes, balas, mujeres y hombres van presos,
pero no entiendo bien por qué. Repentinamente aparecí acá luego de haber estado
en un sitio muy lleno de paz, me llamaban y estoy seguro que era la voz de mis
tres niños. Le pregunto a las personas que qué pasa, por qué tanta sangre y
quién es ese curita que habla allá en la tarima pero no me responden, parece
que no me ven, no me escuchan. Será que están sordos y ciegos, porque pareciera
que no se miraran ni oyeran, chocan los unos con las otras, corren, consignan
con mucha rabia. ¿Y si mis hijos anduvieran acá? Pobres, cómo caen muertos al
suelo, no se ve como gente mala y no entiendo porqué son los carabineros los
que les disparan. Ahí vienen mis niños, cómo los eché de menos a los chatos.
- ¡Papá, papá! Por fin lo encontramos. Ayúdenos por favor –dijo Marcelo
Nahuel.
- ¿Qué les pasó?
- Nos mataron papá y mi mamita no sabe nada, sólo que desaparecimos –replicó
Nicolás.
- Tranquilo niños allá al final del túnel donde se ve una luz todo será mejor
y cuando lleguemos los ángeles te han de cantar el cumpleaños feliz Nicolás.
- Papito, yo me pregunto si un día volveremos a ver a nuestra mamá – preguntó
el niño Garcilaso.
- Algún día la Edecia ha de venir a nuestro encuentro hijo.
- Papá, queremos conocer a nuestra hermana, se llama Marisol. ¿Sabías que
tenemos una hermana? –intervino Marcelo Nahuel.
- Sí niños, la conozco, es bella y posee los rasgos de su mamá. Miren, ya
llegamos a la luz, escucha el arpa Nicolás, el querubín te canta el feliz
cumpleaños.
- Papá, Dios no existe, los ángeles tampoco. Yo estoy muerto y no existo más
que en el recuerdo de los que me conocieron. Esto no está pasando, me voy-
concluyó el fantasma de Nicolás.
El día siguiente Anita María visitó el hogar de Edecia en Santiago junto a
la niña Victoria, el médico asiático y el hijo de éste, Gonzalo Zaijiain cuya
rozagancia delataban la tierna edad por la que transitaba. El niño Gonzalo
Zaijiain llegó a Chile luego de un largo viaje clandestino por el mar. Siempre
escondido en las bodegas llenas de ratas y pulgas el niño sorteó mil
desventuras exitosamente hasta llegar a las costas de Valparaíso. Aún era
primavera cuando su padre Aiko Zaijiain llegó al puerto chileno para
contactarse con uno de sus amigos de viajes, el Pancho, al cual conoció en el
viaje que hizo de su país a Chile. Detalladamente le indicó la ubicación del
niño en China y le entregó el mensaje que Gonzalo debería leer.
- La embarcación zarpa mañana chino Zaijiain y no ando con plata para comprar
comida para el viaje. Tú sabes que es bien mala la comida que dan acá
pues –dijo Pancho con evidente tono y decisión.
- Eres bien mal agradecido viejo Pancho, ¿ya te olvidaste de cuando te curé
la gangrena y te saqué las muelas podridas? –respondió ofendido el oriental.
- ¡Todo tiene su precio compadre! –replicó el chileno.
- Pero nunca olvides tú que en la vida todo se devuelve, es la ley del karma.
Esa es la dirección, él es mi hijo, el mensaje y ahí tienes tu paga. No te
olvides que debes traérmelo Pancho –finalizó el médico en un español
complicado.
El verdadero nombre de Gonzalo era Jian Zaijiain y el día en que un
occidental llegó en su búsqueda el muchacho comprendió al instante que aquellas
eran las órdenes de su padre. Muy triste se despidió de sus abuelos y previendo
que no los volvería a ver mientras él estuviera vivo les aseguró reencarnarse
cerca de sus respectivas reencarnaciones para volver a vivir juntos. Se hizo
noche y mediante un improvisado lenguaje de señas logró transmitir el mensaje
de que debía ser mientras los marineros dormían o estaban en los barrios rojos
cuando debía entrar al barco para no levantar sospecha alguna. Cargado de una
provisión contundente Jian entró a una bodega oscura llena de tambores, lóbrega
y húmeda; tropezó varias veces antes de encontrar un lugar para recostarse, se
acomodó y dejó a su lado la comida. Entregado, entonces a su destino, el niño
Jian cayó en un sueño profundo del cual solo despertó al sentir el mordisco de
un ratón en su boca y otros caminando en sus encimas; desesperado miró y buscó
su comida, pero ya no estaba más que en su reemplazo el guano de los roedores
como una burla para su pasajero infortunio. Furioso decidió cazarlos y
mostrarles, amenazante, el cadáver de su primera víctima, mientras sin asco y
paciente lo despellejó, le sacó la sangre, lo oreó y mientras esperaba que las
gotas rojas terminaran de caer al piso, cogió el cuchillo con que ultimó al
ratón e improvisó un agujero para que sus deposiciones se fueran al mar durante
los meses de viaje. La embarcación partió su ruta y en cada puerto Jian recibía
más comida, más ratas.
Cuando su padre lo recibió en el puerto de Valparaíso no lo reconoció de lo
delgado y de la hediondez que andaba trayendo. El niño lo abrazó cuando estuvo
a su lado, pero él lo rechazó decididamente y no fue hasta que analizó sus
facciones que el padre reconoció en el hijo las facciones de la difunta esposa.
De un sopetón Aiko vomitó al acercarse al niño Jian el té y las galletas que
desayunó en el hospedaje del Cerro Alegre y las gaviotas de inmediato rondaban
desde el cielo al padre y al hijo atraídas por el olor a rata muerta.
- Estás hediondo hijo Jian, no sé en qué lugar te dejarán entrar con ese
olor –le dijo Aiko.
- No importa padre, te extrañé durante el viaje por el mar, pensé que nunca
llegaría. Mi madre vino a verme varias veces. Al parecer no reencarna aún
–contestó el hijo.
- Debiste haber alucinado hijo, por qué no te ayudó Pancho, el hombre que
te fue a buscar a casa.
- Porque murió de un ataque al corazón y lo tiraron al mar hace dos semanas
padre. ¿Cómo es este país? –preguntó el niño.
- Ya lo conocerás hijo, no olvides la virtud de la paciencia menos en el
Occidente. ¿Y cómo están mis padres?
- Yo creo que se murieron porque sus espíritus visitaron el escondite en
que viajé.
- Tu nombre en Chile será Gonzalo –dijo el padre luego de una pausa
dolorosa.
- ¿Contalou?
- Parecido, es Gonzalo, pronunció Aiko en el mejor español que pudo.
- ¿Y qué significa Contalou en Tile padre?
- Nada hijo, acá los nombres no significan nada –respondió el padre
mientras sus pasos se hacían camino al hospedaje de Cerro Alegre y las gaviotas
hacíanle sombras alrededor.
El día en que Nicolás estaba de cumpleaños los Zaijiain y Anita María
dieron con el paradero de Edecia y Marisol en la capital. La profesora se
sorprendió cuando vio que su amiga compartía el hogar con un nuevo compañero y
se dio cuenta de cuán distinta se comportaba Edecia con respecto al tiempo en
que vivía en el campo. Se veía más decidida, más dueña de sus actos, segura y
con una tristeza indescriptible que sólo aliviaba con la alegría de su hija.
Fue raro que alguien tocara la puerta de su casa, más en un barrio de vecinos
desconfiados y más en esos tiempos como cuenta la abuela, y además en un lugar
en que nadie les conocía ni el nombre, ‘seguramente son sapos de la dictadura’
escuchó una vez ella. Al abrir la puerta ambas se fundieron en un largo abrazo
fraterno y Edecia no sabía más que decir que ayer creyó verla en el centro,
cerca del Metro. Luego se saludó con el médico y le presentó a su hijo para dar
paso a un día que inevitablemente se llenó de recuerdos. Gonzalo Zaijiain fue
poco lo que pudo hablar con los otros niños pues su padre charló largamente con
las mujeres hasta pronunciar palabras en español que ni él sabía que existían.
Victoria se entretuvo junto a Marisol enseñándole a leer y a decir
trabalenguas; ambas se preguntaban si el niño chino entendía lo que hablaban
ellas y si podría decir alguno de los trabalenguas. Probablemente no, pero se
llamaba Gonzalo decían, al menos si lo llamaban el niño iría, pero no quisieron
pues mientras más lejos estuviera, mejor para el aire que se respiraba. Ya no
llovía y el niño salió al patio pues le causaba mucha curiosidad cómo vivían
las gentes occidentales y decidió entrar pues los gatos del vecindario los
rasguñaban y no le daban paz. Dentro del hogar mientras los adultos hablaban el
niño se acercó a un mueble en que había retratos de los tres hijos de Edecia.
- Padre, yo conozco estos niños –le dijo el niño Gonzalo en su idioma.
- Son los hijos de Edecia hijo y no hables más porque están perdidos desde
hace años y aún no los encuentran –le dijo en silencio el padre al hijo.
- Pues yo los vi en la bodega del barco una noche antes de anclar y me
dijeron que sus cuerpos estaban debajo del mar, están muertos padre, sus almas
andaban llorando errantes –le advirtió el niño con los ojos que se pudieron ver
en su máxima expresión.
- ¿Qué dice su hijo doctor Aiko? Parece que hubiera visto un muerto
–interrumpió Edecia- ¡Cuéntenos pues!
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