Hay un hombre, dos, veinte, millones.
Hay uno que es pan de cada día o miel de cada noche. Él es mi sueño, el objeto de mi deseo y el sujeto de mi cariño.
Este hombre obtuso parece vivir bajo un grueso y pesado caparazón que le cuida los sentimientos, aunque sus pasos son tan livianos que una mañana casi me lo roba el viento. Pero antes que el viento, me lo hurtó la maraña de su ruidoso silencio, se lo llevó todo lo que odio de él: su voz, su humor, que no le gusten los gatos pero sí los perros.
A veces vuelve, intenso a besar mis noches, a meterme en la mente palabras y poesía. En otras, cuando me ahoga la desolación, requiero su ilusión, lo invoco como a un hecho cierto para, en la mañana siguiente, destrozarlo por completo.
Este hombre obtuso tiene manos ásperas y duras que prometen futuro esplendor. Este hombre obtuso cuyos labios delinean el magneto de mis hierros me rompe la voluntad, derrite nieves, me quema el hielo. Es energía, celo, campo, ira y el dolor de un niño herido. Es miedo que me gana, un mal de amores, de mi fuego, el agua, la lluvia y el río.
Es oda, canción, réquiem, aria, melodía que construye mi locura, el dueño de mi peligrosa inventiva y el ladrón de mi paz. Es una inestable estridencia, un idioma que no entiendo, el verdugo de mi orgullo, mi amargura y mi sal.
Hay millones de hombres, pero de ellos, mis hormonas sólo responden a uno que a veces es todos pero otras ninguno.