Diego estaba en la oficina de su papá. Alcancé a percibirlo un poco tímido, casi como un niño avergonzado. Eso al menos en las primeras fases de mi sueño. Decidí sentarme en uno de los asientos disponibles para ser atendido o conversar con alguien de esa oficina por temas de trabajo. Minutos luego de haber vacilado, se acercó para conversar conmigo y pedirme perdón por su frialdad, por la indiferencia con la que me trata cuando estamos despiertos. No recuerdo haberlo perdonado ni haber dicho que lo exculpaba de todo y que me daba lo mismo; sólo sé que lo sentí, obvio que te perdono, cómo no te voy a perdonar pensaba mientras me sorprendía de continuar sumido en un sueño tan esperado sin despertar. El tenor de la sensación se podría resumir en un análisis de costo beneficio, ¿qué pierdo si lo perdono? Nada. ¿Qué gano perdonándolo? No mucho más que nada, pero algo finalmente. Luego me dio un beso.
Caminamos juntos por tantos
lugares, nos acompañamos en la noche, cruzando ríos, visitando parientes,
arrancándonos por un túnel estrecho mientras se producía un terremoto. No puedo
decir que se me arrebató el corazón ni que me perturbó el sentido de la
realidad como otras veces. Agradecí el regalo al despertar, pero el efecto duró
su debido tiempo. No entiendo del significado de los sueños, en Internet hay al
menos diez interpretaciones distintas para un único elemento que buscarlo
habría sido inyectarme una sobredosis de ansias y angustia. En realidad, para
qué remover los sentimientos del pasado en tiempos del coronavirus, sumarle una
pena más a mi alma escapa de todo pensamiento lógico y autoestima. Sentimientos
de cristiana vocación resucitadora. No.
En la vida real Diego no me
quiere, no le importo. Y está bien, yo no soy querible, mucho menos comparto con
él algún tema de interés o pasión, salvo -claro está- el nombre. En cambio, yo admiro
secretamente su belleza tan impoluta e incombustible, su voz -aunque no la recuerdo
muy bien-, su alegría, su ser genuino. Sé que jamás podría pagar esa factura porque
él no tiene intenciones de ofrecerme algo. Y estoy seguro de que tiene cientos
de cualidades más, pero no lo conozco, se me hizo tan desconocido que ya no
podría saludarlo con naturalidad al verlo en la calle; olvidé su cumpleaños,
cómo nos conocimos, si alguna vez compartimos una cerveza o si fui a su casa. En
las vueltas que deja la vida, como parafraseando las escenas de El efecto
mariposa, quedamos con las manos vacías, la mirada suspendida y el
pensamiento flojo de si debería o no escudriñar en los depósitos de mi memoria
algún sentimiento llamado Diego.
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