Las luces del árbol de navidad
danzan en un juego intermitente, son monocromáticas y aburridas. La vecina vino
a nuestra casa para preguntarme por qué le salía un cuadro en su computador
cada vez que lo prendía, debe ser un virus pero Bastián –mi hermano- sabe cómo
descargarlos, comenté con el fin de no pararme e ir a su casa a solucionarle el
problema. Como sabía que mi hermano tampoco iría, preferí decirle que en esos
casos es preferible formatear y solicitar de inmediato la instalación de un
antivirus. Pero la vecina, que es amiga de mi mamá no se fue y se sentó a
conversar y hablar de los problemas de ella y toda su familia. No es que no me
importe, porque sus familiares son de especial aprecio mío, pero siempre es lo
mismo, iguales peleas, iguales lógicas entre iguales miembros; el peso de las
historias familiares.
De pronto llega su hija menor, un
ser particularmente insoportable y precoz a su edad, doce años que ya fuma, va
a fiestas y quién sabe qué cosas más hará a su temprana edad. Dios la guarde.
Su voz es gangosa y su estilo demasiado entrometido. La vecina la regaña porque
no la deja conversar en paz y de paso, indirectamente, me sentí aludido… y como
los gatos que deben irse de la cama cuando llega el amo a dormir, también
preferí ponerme los audífonos, encender la radio y venir al living a escribir.
Las luces del árbol se prenden y
se apagan, por mientras me dispongo a leer y escribir todo lo que pueda, el
verano se prevé eterno y las vacaciones. La vecina decide ponerse de pie, dar
unos pasos y con toda su clase gesticulada en las manos me dice: chao Diego.
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