Quiero ser categórico en decir que este no es un balance de fin de año como hacen muchos en estas fechas en todas las esferas, pirámides y círculos del mundo. Lo bueno, lo malo, los perdones y las gracias ya están en los oídos de sus respectivos receptores. Palomar, quiero contarte que ayer me vine a Copiapó y antes de poder hacer maleta alguna me paseé por casi la mitad de todo Santiago.
Cuando me subí al bus realzado por la felicidad máxima de
emprender el regreso, recordé una de mis entradas anteriores en donde describía
el viaje perfecto. Pero algo no funcionó porque apenas identifiqué el asiento
que me correspondía, el niño que sería mi acompañante me saludó y me trató de
usted, de caballero, cómo está, para dónde va, yo soy de Lebu y hace cinco años
que no voy al norte a ver a mi familia. Pobre hombre, me dije por dentro. Sin embargo,
el resto del relato fue peor ya que sus padres estuvieron ausentes durante los
mismos cinco años y en vez de tratar a sus hermanos como tales, decía: los
hijos de mi mamá y los hijos de mi papá… pero cuando llamaba repetidamente a
sus amigos no escatimaba en llamarlos hermanos. Se iba al norte porque quería
terminar sus estudios dado que a los 17 años aún estaba en primero medio, voy a
hacer el servicio para poder estudiar, ves que allá te dan esos beneficios, me
comentó. Es de Tierra Amarilla y no tenía idea de cuánto había cambiado la
ciudad, me habló de que no podía ir a clases muy seguido porque su padre y
madre no le enviaban el dinero suficiente para sustentarse en casa de su abuelo
por lo que debía salir a pescar… sale mucha albacora y sierra. Al tipo le
gustaba conversar, no podía quedarse en silencio y sólo se detuvo cuando iban a
transmitir la película, evento al que me había comprometido asistir con todas
mis ganas, incluso me ofreció unos audífonos. Yo ya había visto Operación
Walkiria y me resté a repetirme el plato, preferí buscar en mi mochila El Cuaderno de Maya y avanzar en esa
historia, regalo de cumpleaños. Sebastián no volvió a hablarme sino para pedir
permiso e ir al baño. Llegando al terminal nos despedimos con un apretón de
manos y sin duda que le deseé lo mejor y quise que un golpe de fortuna llegara
a su vida.
Cuando llegó la
madrugada y el bus se trasladaba por la soledad de desierto recordé el hábito que
caracteriza todos mis viajes: abrir la cortina y mirar la Vía Láctea en su
mayor muestra, en pleno espectáculo para deliberadamente no conciliar el sueño
y paradójicamente soñar y soñar. Recordé, además, una de mis recientes
conversaciones con un muchacho santiaguino que me recomendó ver las estrellas y
tratar de tocarlas. No te quepa duda que lo intenté y tal vez lo hice, pero
tenías razón: con luna, si bien no deja de estremecerme, no es lo mismo y menos
si está llena. Pero ella iluminó el camino de vuelta a casa e hizo sentir la
nada de una máquina motorizada en medio del Desierto de Atacama. Palomo, no
tengo más que contarte: soy libre al fin.
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