La literatura japonesa vive un auténtico boom en los países de habla castellana, o en Occidente si se quiere, y no me ha sido indiferente. Detrás de su portada rosada y el retrato de un cerezo en flor o sakura habita una lacónica pero profunda historia sobre relaciones humanas entre personas que probablemente no estaban destinadas a encontrarse jamás, salvo por la creatividad de Durian Sukegawa, autor nipón que poco a poco sumerge al autor en la calma de la lectura cual piano percutiendo notas de música clásica.
De pocos
personajes y mucho diálogo, Dorayaki relata la historia de Sentaro, un joven que pasa sus días trabajando en una
pastelería de Tokio, con resultados mediocres de venta y calidad, con el fin de
cumplir con el pago de una antigua y larga deuda. En uno de los tantos días que
no pareciesen distinguirse cual de tal, una vetusta Tokue aparece en la
pastelería con una fuente de an —la pasta de porotos con la que se
preparan los dorayakis, cuales a su
vez, son una suerte de alfajor o pieza de la pastelería masiva nipona—. Sorprendido de su degustación y curioso de la
receta, Sentaro inicia con Tokue una conversación cuyos parlamentos van en crescendo
a lo largo de los días, compartiendo en ellos sus perspectivas de un Japón vivido
por dos generaciones diferentes, enfrentando diferencias culturales, históricas
y psicosociales.
Dorayaki se me hace una apología al arte de conversar, una descripción eficiente de los tormentos del espíritu joven dentro de una sociedad industrial, que entra en armonía al conectar con la paz y sabiduría que sólo entregan los años, la senectud. Aborda especialmente la discriminación, el edadismo, la banalización y desustanciación de una juventud ansiosa de lo superficial, la desinformación y el prejuicio social contra determinados grupos.
Es muy difícil que alguien termine de leer sus breves páginas sin la sensación descansada tras un entretenido e intenso baile. Así me sentí al cerrarlo, casi despidiéndome de toda una experiencia literario-quinésica; creí haber estado danzando con las palabras porque Dorayaki tiene el ritmo propio de una prosa poética y filosófica. Mi exhorto es darle una oportunidad a ese libro de tapa rosada alrededor de un cerezo en flor contrastando con el fondo azuloso del cielo, y más si es tu intuición la que te persuade, ese toquecito distinto del corazón frente a un nuevo libro simple y complejo que tiene una lección, pero sobre todo, una noble intención.
P.D.: hay una adaptación al cine de Dorayaki que se llama Una pastelería en Tokio, ¿la recomiendan?
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