Cuando miro los años que han
pasado y me encuentro con los amores de la juventud, puedo saber perfectamente
si por esa causa escribí un poema, una expresión de desesperación y angustia. Cada
verso era tan pensado y armado de forma tal que pudiera entregar la menor
información posible y seguir viviendo en la comodidad de mi guarida, donde
me refugié junto a los dolores, vergüenzas y frustraciones dada mi calidad de feo
y desprovisto de todo sex appeal.
Amé y odié movido por la tiranía
de mi inocencia y hormonas, rodeado de soledad y miedo. Y por ello, la poesía
fue mi salida, desde que la escribí en un cuaderno que quemé hasta en mi
querido blog. Antes de buscar a algún amigo o de enfrentar a los objetos de mi
amor, preferí el encierro antes que el rechazo, un verso antes que la
vergüenza.
Y no me arrepiento de haberlo
hecho así, porque admitir mi derrota va contra mi propia esencia. Jugué y gané
lo que no esperaba ganar. Suena mejor. Lo cierto, es que mi época de poeta
refleja los momentos de dolores que me costaron mucho superar, porque nunca
hubo terapia suficiente más que el tiempo; fueron los años en que experimenté
con el amor, cuyos resultados fueron realmente decepcionantes. De pronto,
empecé a escribir sin versos, en prosa, y palabra tras palabra me di cuenta de
que ese sentimiento de esperanza ciega y corta que me inspiraba a crear rimas, no salió más. Se extinguió mi fe en la felicidad producto del amor de pareja,
me di por vencido y me convencí de que “unos nacen pa queridos y otros para
padecer”.
Me gusta la poesía, en todo caso,
porque libera y explica, porque endulza lo atroz del amor en la melodía de una
rima, pero perseverar en escribir de lo doloroso sólo aporta a esta noble rama
literaria memorias que no merecen seguir viviendo, por dignidad y amor propio.
En todo caso, no las borraré y las releeré para tomarlas de parámetro cuando
crea que me volví a enamorar.
Adiós poesía, renuncio a ti y a
la esperanza de ser amado con tal intensidad y lealtad como la que merezco. Pero es mejor así, ni yo te
contamino con mis sentimientos ordinarios, ni tú me torturas con el ahogo que
me produce ser un derrotado. Hasta entiendo que nadie me ame ni se atreva a
hacerlo porque ninguna esperanza vive más de veinticuatro horas en mi corazón
autómata, por eso que ya no sufro, porque para mí, el amor dejó de valer la
pena.
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