Tiene que haber sido el día en que me caí en la plaza de Copiapó por haber ido a donar dinero a la Teletón el año 2008, cuarto medio. En la noche me fui a dormir a la casa de Rosario y no sé cómo Óscar (entonces Darío) obtuvo mi número de celular. Yo estaba aburrido y apenas recibí el llamado de la voz de un colombiano invitándome a salir a las tantas de la noche corrí como sólo yo pude haberlo hecho en esos instantes, un adolescente buscando nuevas experiencias.
Dentro del jeep estaba Sebastián como copiloto y de piloto iba Óscar, ingeniero en algo, excelente partido pero me adelantaba en una década casi, colombiano. Regalo para mi alma. Trato de describir e inmortalizar aquel bello evento de manera exacta, pero fue hace más de cinco años... daré, pues, algunas regalías a mi imaginación. Me preguntaron de mi vida y como es indicado en esas ocasiones, nunca debemos dar mucha información: la probabilidad de que tus amigos del chat sean asesinos o neonazis encubiertos nunca es cero. Terminamos los tres en unas dunas en que había una fiesta (típico de la zona) cerca de Viñita Azul pero nos quisimos aburrir rápido y partir... entre todos nos reconocimos y en un verdadero código de caballeros nos presentamos como si nunca nos hubiéramos visto... yo en ese tiempo tenía un Nokia 2600 y la batería duraba días. Cerca de donde alguna vez pasó el río, Sebastián se bajó a orinar y quedamos con Óscar como presos de la oscuridad y yo preso además de su acento, "obvio que lo pasé bien, más ahora que conozco a un chico tan guapo". Corría un mar dentro mío y yo quería salir corriendo, pero me contuve... a esas horas era más probable que me mataran en el camino a pie de vuelta a casa a que me mataran mis nuevos amigos en un arranque de locura. Ya estaba todo listo y decidido: Sebastián se haría el enfermo y habría que ir a dejarlo a su casa y así, al bajarse, Óscar me preguntaría si yo prefería ir a mi casa o a tomarnos algo a la suya.
Era que no. Entro a su casa, me ofrece un jugo, el viejo truco del jugo, mientras me acomodaba en el sillón y en la tele hablaba don Francisco y seguramente mi examor platónico, Felipe Humberto Camiroaga, me voy dando cuenta de la clave, de la institución informal: los caballos. Su acento colombiano de a poco me fue presentando la casa de El Palomar. Volvió dentro de poco a Colombia para las fiestas de fin de año.
Unos días después de aquella primera aventura, pasó algo que cambió mi vida: di la PSU. Terminé en Santiago y llevo ya casi cinco años. Pero no me adelantaré tanto. Luego del Año Nuevo, como es habitual me trasladé a Puerto Viejo, una playa sin mucha conectividad hasta ese momento por casi dos meses hasta que debí preparar el viaje y volver a Copiapó cerca de dos semanas antes de emprender rumbo. Raya para la suma: nos vimos nuevamente y el mismo jeep pasó por mí en calle Chacabuco para volver a ver los mismos caballos bajo la guía infalible de un acento colombiano recargado. Para romper el hielo me dijo su verdadero nombre con un: prefiero que me llames Óscar, Darío se me ocurrió en el camino. Antes o después de no recuerdo qué, le comuniqué que me vendría a vivir a Santiago y a estudiar lo que no le pareció mucho "¿sabes? te quería proponer pololeo, pero ahora que me dices esto no veo que tenga mucho sentido". Mi acento copiapino y mi voz gangosa se tupieron, pero mis manos supieron responder y salir del paso con impensada ciencia. Era imposible pero no por ello dejaríamos de soñar y luego cantamos y reímos y jugamos. Nunca más lo vi tan de cerca.
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