Versos

"Yo no protesto pormigo porque soy muy poca cosa, reclamo porque a la fosa van las penas del mendigo. A Dios pongo por testigo de que no me deje mentir, no hace falta salir un metro fuera de la casa para ver lo que aquí nos pasa y el dolor que es el vivir." (Violeta Parra en Décimas, autobiografía en versos)

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Las mascotas

Dos noches atrás tuve la oportunidad de ver Por siempre a tu lado protagonizada por Richard Gere. Esta película que tiene asidero en la vida real trata de un perro que acompaña a su amo a la estación de trenes y también lo pasa a recoger. Una vez que el amo muere, Hachi continúa en su espera, imperturbable hasta la muerte. Me dio pena, me llegó porque no soporto oír a niños llorar (ni de pena ni de pataleta) ni ver animales tristes o desamparados. Necesariamente recordé mis mascotas y creo que llegó el impajaritable momento en que dedique mis palabras a quienes me han acompañado en distintas etapas de la vida.

Era un niño y mis recuerdos recién comenzaban a crearse, el típico uso de razón daba sus primeros pasos. Siempre me fijaba en que el Pato de la vuelta tenía al Chocolate, donde mi abuelo tenían al Tebo y donde el Marcelo tenían al Rambo. Yo había tenido dos conejos, a los dos me los regalaron en diferentes ocasiones y no recuerdo haberlos recibido con especial entusiasmo, al nivel de no ponerles nombre. No nacía en mí todavía aquel instinto protector y paternal, aunque me levantaba curiosidad alimentarlos, darles zanahoria pero como eran tan esquivos y siempre tan lobos, el no poder asirlos jamás, terminó por hacer mi distancia con ellos irreculable. Ya no recuerdo si me dio pena cuando el primero falleció por haber comido algo indebido que se coló en su merienda, parece que fue perejil… qué iba a saber yo de la muerte, que Dios lo guarde. El primer intento de mi padre por inculcar en mí el amor a los animales fallaba, pero él no se dio por vencido: al tiempo llegó con otro conejito pero tampoco formamos el vínculo deseable entre amo y mascota, que también Dios lo guarde, lo deseo de todo corazón y segundo: sí… tengo el ADN judeocristiano.

Con mis amigos dedicábamos nuestras tardes a buscar los envases de helados de un litro y medio, robar tierra de hoja de los jardines de los vecinos algo más acomodados ya que en esos tiempos dejaban las rejas abiertas mientras se iban a trabajar y entonces sigilosamente dábamos pie a la creación de nuestros insectarios con arañas, chanchitos, hormigas, lombrices y lagartijas, mi papá lo aprobaba con orgullo. A pie de página agrego, mi papá era tan genial que tuvo una culebra de mascota, hashtag de emoción y orgullo. Después le sacábamos arena de ripio a algún vecino que estaba construyendo y armábamos una especie de selva con nuestros animales de juguetes y dado el inconsciente colectivo le agregábamos unos soldados. Así pasaban las tardes nuestras, de niños copiapinos de los años noventa que debatíamos nuestro tiempo entre ver Cebollitas, los Power Rangers o salir a cazar lagartijas al cerro, a veces armábamos nuestros carros a base de rodamientos y nos íbamos cuesta abajo por calle Choshuenco. Un día, en el antijardín de mi vecina conocí a la Minina, mi primera gata que por lo grande que era, dudo haber sido su primer ser humano. La vecina me preguntó si era mía y le respondí que no hasta que vi que perversamente le iba a tirar agua para espantarla, me paré y sin permiso abrí la puerta de la reja de su casa, la tomé y la llevé a la mía. Ahí la solté de mis brazos pero ella se sentó cerca encima de sus patas hasta que la tuve sentada en mis piernas, nos aceptamos y se quedó pese a la negación de mi mamá. Era bonito tener a la Minina porque era como mi amiga o hija, no sé bien pero andábamos para todos lados juntos y a la primera laucha que conocí, la conocí de su hocico, despertó mi instinto paternal, yo la quería mucho; llegaba de la escuela sólo a jugar con ella y una vez quise llevarla a la bendición del día de San Francisco de Asís pero no estaba a las siete de la mañana en casa. De todas formas la bauticé a mi modo porque no quería que fuera mora ni que me la molestaran los duendes. La Minina quedó preñada dos veces, la primera camada fue de tres gatos, lamentablemente uno se escapó y fue asesinado por el gallo de un vecino de patio (al menos es lo que me contaron pero con el tiempo me di cuenta de que siempre me mentían al respecto porque por lo general los regalaban a mis espaldas) y quedaron los otros dos a quienes nunca me di el tiempo de darles nombres, aunque igual los quería y los disfrutaba porque claro, yo era el abuelo chocho. Después de esa primera camada la Minina se preñó nuevamente y mi mamá no lo veía con buenos ojos aunque de todas maneras era la más contenta con mis animales porque la acompañaban en el almuerzo cuando todos nos íbamos a la escuela y mi papá al trabajo. Una tarde en que veía el Pase lo que Pase la otra vecina llamó a la puerta de la casa y mi hermano atendió: Pablito, hijo sabes que parece que está tu gatita muerta en mi patio. Él fue a ver y a confirmar y como no tenía tino de adulto fue y me lo dijo sin más ni más y yo me quise morir, cuando me acuerdo de tan doloroso momento recuerdo esa sensación de niño frente a la muerte, mis lágrimas salían a presión y yo le preguntaba a Dios que por qué a mí, por qué a ella si más encima estaba preñada para ir a caerse en el angosto entremuro de los vecinos para morir asfixiada, Dios te guarde Minina, te amo mucho hasta que se borre tu recuerdo de mi memoria. Claro, desde niño tenía esas dudas existenciales y cuestionaba el amor de Dios, si me había privado de conocer a mis abuelas –cosa que realmente me apenaba porque el Pedro me hablaba todos los días de la Chaly- para qué ahora terminaba de amargarme el pepinillo despojándome de mi amiga fiel.  Pie de página: con el Pedro creamos un cementerio de animales para dar cristiana sepultura a la Minina y a los otros animales que encontrábamos al acecho de los jotes.

Por la distancia de aquellos tiempos no sé de cuánto tiempo la lloré, de cuánto la extrañé aunque ahora se me vuelven a llenar de lágrimas los ojos y se me escapan los suspiros.

Pasado el tiempo, la Gianella Bassi, una excompañera de colegio y actual compañera hija de Bello, me ofreció un gatito destinado a no vivir, su madre lo había parido y abandonado a su suerte y en el curso todos estaban enterados de mi reciente pérdida. Ella me ofreció aquel gatito y me dijo que ni siquiera tenía dientes, estaba ciego por sus pocos días de neonato pero yo acepté y le di todo lo que tenía a mi alcance por verlo crecer pero el angelito de Dios no resistió y se fue al Cielo en mis brazos. Lo guardé en una cajita y con mi papá lo fuimos a enterrar, simbólica ceremonia fúnebre mediante (rasgo tan típico que ya me asomaba en esos días).

Sería uno o dos años los que pasaron hasta que en un verano llegó mi tía Cecilia ofreciendo a tres gatitos productos de la última parición de su mascota, tenían cerca de tres meses. Yo adoro a mi tía Cecilia pero pinta de querer a los animales no tiene. Ojalá erre en mi juicio. Venía manejando mi tío Tito la camioneta roja en cuya cabina venían a plena luz del sol tres cachorros cuyo género desconocíamos pero que según mi tía eran machos, machos que ella venía a ofrecerme de mascota. Quedaban tres y yo quise aceptar lo que fue fácil luego de que mi tía convenciera a mi mamá de dicha autorización, la Clara Andrea también quiso uno y el Pedro igual. La Clara Andrea vivía en mi casa en esos tiempos así que su gato se quedaba en la casa junto al mío. Cuando mi tía se fue producto de su exitosa transacción nos dimos cuenta de que eran hembras y qué le íbamos a hacer si ya eran de la familia: las alimentamos, le dimos abrigo y techo pero mi mamá nunca estuvo contenta aunque cuando tuvimos gatos nunca se tuvo que quejar de los ratones en casa. 

La que elegí yo se llamó Celeste porque sus ojos eran de ese color, la Clara Andrea le puso a su gata Agualuna que era el nombre del perfume que vendía Elena Vergara en Aquelarre (si eso fue en 1999, yo tenía entre ocho o nueve años) y el Pedro no sabía que nombre ponerle y mi mamá, mujer adicta a las teleseries latinoamericanas le aconsejó el nombre de Paquita en honor a la teleserie Yo amo a Paquita Gallego y así se llamó Paquita. Sin embargo, el Pedro aceptó previo tibio permiso de su mamá que en un histérico “si esa gata se caga adentro la devuelves hoy mismo” definió el futuro de la Paquita que al final no aguantó la vibra enferma de esa casa y sola se venía a dormir con sus hermanas.

A la Celeste también quise llevarla a la bendición de las mascotas que hacían en mi colegio y estaba todo listo pero no tenía en dónde llevarla porque siempre andaba en transporte público y lo más probable era que en el camino la perdiera atropellada o perdida. Mi mamá me dijo que no importaba porque Dios igual la bendecía y que por último, que fuera a la capilla de Los Loros a buscar agua bendita en una botella y en la casa le dábamos la bendición y de paso le convidábamos a la vecina que tenía duendes en la casa. Terminé siendo el encargado de las tres gatas, en ocasiones las recordaba cuando en el cielo buscaba a Las Tres Marías. La Celeste era blanca con ojos del mismo color, la Agualuna era blanca también pero tenía los ojitos verdes y la Paquita era rubia. No recuerdo muchos episodios particulares con cada una de ellas pero sí evoco con facilidad que con el Pedro nos juntábamos a jugar al veterinario y cuando escaseaba el alimento de las niñas teníamos que hacer de tripas corazón e ir al cerro a cazar lagartijas para que comieran algo, ellas felices pensábamos con mi amigo. Mi tía Mirta tenía ratones en su casa y me pidió a la Paquita por dos meses, acepté a duras penas porque tenía el recelo de que le iba a dar muerte; cuando tenía conejos siempre me hacía bromas con ellos, los escondía y cuando los iba a ver a la jaula y no los encontraba, ella tomaba una olla con carne y me decía acá están ¿quieres? hasta que me hacía llorar y me decía que era mentira, yo amo a mi tía y esos eran hechos aislados, pero sin duda no son bromas para niños. Hashtag de crueldad, el SENAME la habría recriminado. Cuando la Paquita terminó por comerse/espantar a todos los ratones de la casa de Rosario mi tía la devolvió cumpliendo con su palabra. Evidentemente, desconoció a sus hermanas pero al final se quisieron igual y se aceptaron pensando que eran amigas o hermanastras.

Un día trece de julio fue el segundo más triste de mi vida, la Celeste se murió. Me había levantado para ir a la convivencia de las vacaciones de invierno, tercero o cuarto básico, y la Celeste andaba en la calle con la Paquita y eso era algo muy terrible porque andaba un gato que las pisaba. Para mi mentalidad de niño-padre eso era una aberración, la violación a lo más ingenuo que había: mis gatas y cuando lo sorprendía en aquellos actos que me indignaban, me deshacía en todos los garabatos que guardaba dentro de mí porque mi mamá me prohibía decir groserías. El odio hacia aquel degenerado aumentaba cuando la señora Teresa decía que en las noches siempre veía a aquel gato abusando a las gatas, que dicho sea de paso eran hermanas. Mi mentalidad televisiva-cristiano-novelesca no podía más con esa situación: una debacle valórica histórica. La verdad era que las gatas estaban en su primer celo y por más que yo las cuidara buscarían escaparse con aquel gato seductor que era de la calle de arriba más encima, la calle en que vivían mis enemigos: el Hugo, el Sebastián y un tal Osvaldo creo, al menos tenía cara de.

La mañana del trece de julio fue especial porque logré prevenir de los ataques de perversión a la Celeste y la dejé encerrada en mi pieza junto a una caja de arena para que hiciera sus necesidades hasta que volviera del colegio, ella estaba enojada y cuando pudo me buscó, me mordió y me rasguño el dedo pulgar de mi mano derecha pero no me pude enojar. Luego de almuerzo me fui a jugar a la cancha de tierra que teníamos en el barranco, por esos días nos gustaba jugar béisbol y corría de una base a otra cuando el Camilo me fue a avisar que habían atropellado a la Celeste y corrí ya no a la base para asegurar otra vida, corrí a mi casa a comprobar que era mentira lo que me decía el Camilo. ¿Por qué es tan fea la muerte? Ahí estaba mi chata, sin vida, la miré inerte y de reojo para pasar a la casa, al sillón, a abrazar a alguien para que me diera consuelo, otra vez ese dolor hondo, llorar era lo único que cabía hacer a mi alma de niño ingenuo y puro, llorar hasta que llegara mi mamá, cuánto necesitaba su olor y su “ya hijo, no llore más si la Celeste ya está en el Cielo descansando”. La Celeste tenía una campana en su cuellito con el que yo sabía que venía a comer cuando la llamaba a través del sonido de la bolsa de Whiskas. Linda mi chata, también la amo y mi dolor persiste toda vez que la recuerdo y no entiendo su partida. La Agualuna y la Paquita siguieron con nosotros por algún tiempo y tuvieron bebés del mismo padre. Era el día de la Madre Cristiana al parecer en mi colegio y mi mamá asistió al acto que le preparamos a las madres en el curso, una vez que terminó ella volvió a la casa y yo seguí en el colegio. Según sus palabras, cuando ella fue a tomar el colectivo la Paquita la siguió hasta que ella se embarcó y cuando volvió la niña la esperaba en el mismo lugar para darse vuelta y mostrarle a mi mamá su sangramiento, era un acto de género aquel, así como por lo general las niñas le cuentas a sus madres de su menarquía, la Paquita sólo confió en mi mamá el momento de su alumbramiento primero. En casa mi mamá le acomodó un lugar en el patio para que tuviera a sus hijos, era un momento maravilloso para nuestra familia. Llegué de la escuela y me enteré del bello acontecimiento, son tan lindos los gatos y la Paquita tuvo cinco… mi mamá me advirtió que no me hiciera ilusiones: la Agualuna también estaba preñada (y del mismo hombre).

Fue una tarde difícil aquella en que parió la Agualuna porque con mi mamá llegábamos recién del centro y ella me dijo que estaba preocupada porque no la veía desde la mañana, la llamé, fui al patio, le pregunté a los vecinos y nada, cuando me calmé pensando en que vendría a la hora de la teleserie subí a ver televisión y la encontré en la cama de mi hermano pariendo a sus cachorros sobre el cubrecamas ensangrentado y lleno de pelos, la llevamos al patio para que terminara de parir y le armamos un lecho pero ella insistía en subir con las crías a las piezas, era tozuda la chata. Se llenó la casa de gatos, había más felinos que personas y además la gente iba a abandonar sus propios gatos a nuestra dirección. Se prendieron las alarmas, eran muchos a los que había que alimentar pero eso yo no lo entendía: quería quedarme con todos. De a poco mis papás iban regalando a los cachorros o venía gente que se los robaba según contaban mis padres y de eso no tengo pruebas para afirmar o desengañar porque en las mañanas iba al colegio y de vuelta sólo llamaba a los gatos a comer pero nunca me percataba de la ausencia de tal o cual porque ni siquiera les había puesto nombres. Mientras ocurría ese proceso de pérdida de gatos yo aún iba en quinto básico y cuando llegaba del colegio siempre me dirigía primero a ver a los gatos y a jugar con ellos o a hacerles cariño, había una lana con la que los entretenía o bien los hacía escalar en los muros. En una de las tantas vueltas a casa mi papá tenía vacaciones y cuando me vio bajando de la micro se apresuró y me hizo entrar rápidamente al comedor para almorzar y yo no entendí por qué pero se me olvidó completamente ir a ver a los gatos. Hasta que ya no dio más la situación, era insalvable. Beto, ya pues, dile tú que tienes más psicología decía mi mamá. Diego, tenemos que hablar contigo porque hoy en la mañana pasó un auto y atropelló a la Agualuna, los gatitos le están mamando lo que le queda de leche. Deshecho en llanto pregunté por la Paquita. También se murió hoy, el Pablo en la mañana entró a bañarse y cuando cerró la ventana la vio tirada en el patio de la vecina así que hay que ir a buscarla. No lo podía creer, ¡cómo! Las dos habían muerto en el mismo día, doble golpe, doble dolor… hasta hoy entiendo por qué, qué karma es este. Yo nunca he podido superar esas penas, fue demasiado fuerte ver a la Paquita muerta en el patio de la vecina y a la Agualuna en el antejardín de mi casa con sus gatitos aún succionándole lo poco y nada que le quedaba de leche. Creo que las envenenaron y que fue un vecino que probablemente pasará una jornada eterna en el infierno por malo. Ahora ellas están descansando y yo siempre las echo de menos pese a que la casa está muy cambiada, los espacios en que ellas transitaron ya casi no existen, están remodelados que ya ni yo me acuerdo bien, pero tengo sus muertes clavadas en la memoria. Me consuela el reencuentro después de la muerte.

Los días pasaron y los gatitos desaparecieron hasta que mi enojo fue evidente y se lo hice saber a mis papás, entré en la pubertad y me puse insoportable, no quería estudiar, quería dejar de ir a la escuela, era muy irritante. Se aprovecharon de mi vulnerabilidad y regalaron a cada uno de los gatos que quedaban de herencia de aquellos dos angelitos. Ellos continúan firmes con la tesis de los robos y de que los gatos se habían ido solos. Qué será de los querubes.

Hay lecciones importantes detrás de la historia de las mascotas: nunca le regalen a alguien un animal como mascota si es que no se los pide, menos si son niños. Como me ocurrió con los dos conejos anteriores, nunca los quise, no los busqué y cuidarlos no era algo que me importara mucho, el peso se lo llevaba mi mamá quien con razón después se opuso a que tuviera más mascotas. Mi tío Carlos me regaló un perro que se veía bonito y se lo acepté pero nunca nos llevamos bien y en realidad nunca me han gustado mucho los perros porque mi lealtad es con el gremio felino. Pero lo acepté y con ello acepté una pésima experiencia, no era lo mismo porque yo llegaba del colegio y el perro se desesperaba, se me tiraba encima, me ensuciaba y eso me molestaba de sobremanera, no me daba cuenta de que le estaba haciendo daño al pobre que quedó relegado en un patio a pleno sol, mi mamá me regañaba con justa razón y yo me escudaba en que no quería al perro, que no lo había pedido pero el chato se estaba deprimiendo y yo no lo dimensionaba, ahora me pesa un montón. El síntoma de la desconexión era tan evidente: nunca le puse nombre y mi papá terminó por llamarlo Peludo. Un día la situación no dio para más y mi mamá le dijo a mi papá que se lo llevara a la sociedad protectora de animales y no me opuse, era lo mejor porque Peludo no sabía andar en la calle y no me cabía en la cabeza por más obvio que fuera que Peludo no era un gato. Un día llegué del colegio y Peludo ya no estaba en casa, la decisión de mi madre se había hecho efectiva. Si usted lee esto, por favor: no regale animales a quien no se lo ha pedido, no genere sufrimientos innecesarios.

Pasaron varios años para que volviera a tener una mascota y para convencer a mi mamá al respecto porque sé que mi papá –como todo Libra- jamás iba a tomar la decisión sin antes decir “pregúntele a su mamá”. No sé cómo la convencí pero lo hice y fui donde mi tía Mirta a buscar al Lautaro, quise tanto a ese chato, nos conocimos el uno al otro, sabía cuando acercarse y cuando no aunque se transformó en el bebé de la casa, un regalón hasta de Pablo, el más opositor de todas mis ideas, jugaba con la Sofía y el Bastián, se metía solo debajo de las tapas de la cama para abrigar a mi mamá, de hecho fue el primero de todas mis mascotas que se ganó el cariño de mi mami, los niños lo sacaban a pasear al cerro y le amarraban una cuerda al cuello, a mis espaldas claro, el Pablo se estiraba en el piso para hacer ejercicios y el Lautaro se subía encima de él para hacerle cariño con su cabeza, su dulzura producía diabetes. El chato un día llegó malherido a la casa y no quería comer, nos tenía asustado y el fantasma de las muertes anteriores acechaba al veinticinco cero dos nuevamente pero mi padre que es muy sabio atinó a conseguir hojas de matico, hizo una mezcla con algo más (nota al pie de página, preguntarle qué era eso) y se lo aplicó en la herida, lo increíble de todo era que el chato se había dejado pese al dolor y luego de haber rechazado las curaciones de todo el clan familiar, sólo con mi papá se dejó, sanó y volvió a comer. 

Recuerdo que era el año 2007, el año de la gira a la que no fui. Cuando mis compañeros estaban en Brasil yo empezaba otra vez a vivir un nuevo proceso de pérdida, el Lautaro estaba enfermo y nadie sabía de qué, se orinaba por todas partes y fétidamente, uno lo tomaba para examinarlo y se volvía a orinar, las horas de angustia me acechaban. Al otro día lo llevé al veterinario porque el chato estaba agónico cerca de la puerta del patio. Es muy complicado escribir esto porque despierta inmensos momentos dolorosos que tengo por superados la mayor parte del tiempo, veo sus ojos mirándome y perdiéndose en el dolor, su respiración forzosa y rápida, lo llevaba en una caja en el colectivo hacia el veterinario y el chofer me preguntaba pero mi voz sólo atinaba a quebrarse y responder no sé qué es, no sé que tiene déjeme en la esquina por favor. Entré a la consulta y el médico veterinario perdía su tiempo en la manicure de una perra y yo llamaba a mi papá con la voz llorosa… Papá ven por favor, ayúdame estoy en el veterinario de Los Pimientos, apúrate… resiste Lautarito, hijo no te vayas, no te duermas si ya viene el doctor y cuando pasó lo miró y me dijo: ese gatito tiene ganas de morirse. Estallé en llanto, como ahora que lo recuerdo mientras mi gato se aferraba a la vida y apretaba sus garras en mis manos. Entramos a la sala y lo pusieron en la camilla para los exámenes de rutina y llorando le expliqué al doctor su sintomatología cuando llega mi papá a abrazarme y yo con una mano en Lautaro para que supiera que estaba ahí con él. Tenía una enfermedad que se la había transmitido la madre lo que le provocaba que una bolsa de líquido le presionara los pulmones progresivamente hasta asfixiarlo por completo, iba a morir de todas maneras y el veterinario me ofreció la eutanasia. Acepté. Me despedí llorando de él porque no quise verlo morir y tuve que salir mientras mi papá se quedaba a ver cómo Lautaro se iba durmiendo para siempre. En ese último adiós el Lautaro apretaba sus garras en mis manos pero yo no quería que siguiera sufriendo, prefería que descansara a tenerlo vivo a punta de medicamentos y sufriendo a causa de mi egoísmo. Me fui a llorar al parque que estaba afuera de la consulta porque la vida era injusta, yo no merecía eso y las imágenes del Lautaro agonizando seguían vivas en mi retina. Cuando volví a casa lloramos todos en familia y les tuve que contar el episodio, mi mamá me esperaba con el gato vivo y tenía unas velas prendidas pidiéndole a sus santos, pero nada sirvió, estábamos devastados sin nuestro bebé. Se acercaba la Navidad del 2007.

Mi hermana estuvo de cumpleaños el once de diciembre, iba a cumplir siete años pero la celebramos con sus amigos el día dieciocho, una de las invitadas, la Sabany, nos llevó otro gato, igual a Lautaro pero más orejón, el animalito rápidamente se dio con nosotros y mi mamá pensó en la reencarnación del Lautaro. Yo me niego a creer en eso porque creo en la vida eterna y en la eternidad he de encontrarme con mis mascotas en el Cielo. Mi hermana lo quiso y a mi mamá le simpatizó bastante pero yo tenía resquemores porque nuestro Lautaro se había ido hace tan poco que preferí mantener la distancia, le pusimos Salvador y a decir verdad mi relación con el animal fue más bien poca porque luego de esa Navidad me fui a la casa de mis tíos en la playa por dos meses de manera que al volver el Salvador ya estaba inmenso, ni parecido al cachorro que yo conocí cuando la Sabany lo fue a dejar. En realidad, el gato se la habían regalado a ella, pero como no lo quiso lo fue a dejar nuestra casa. Hashtag de repudio. Mi mamá lo amaba a ese chato, nunca la había visto querer tanto a un animalito, es que alucinaba con su Salva que la acompañaba, le hacía cariño y le abrigaba la cama, el único punto en contra fue que ronroneaba fuerte y mi mami se asustaba. Equis de. Nunca me afiancé mucho con Salvador porque no lo había visto crecer y él no me reconocía como amo pero tenerlo en casa me ponía contento, siempre sentir que hay un gato bajando la escalera es motivo de alegría y dicha.

No me gusta que mi mamá llore, pero aquella mañana lo tuvo que hacer porque le nació de adentro, llanto de la guata. El Pablo debía irse a la universidad y se levantó primero a prender el calefont que estaba en el patio y bajo el que yacía el cuerpo sin vida de nuestro Salvador, mami ven, baja, se murió el Salvador gritó mi hermano que nunca, pero nunca lloró la muerte de un gato. En un soplo mi madre bajó a comprobar la atroz noticia y mientras me tocaba entrar a la ducha, corría por mi cuerpo el agua y por las mejillas de mi mami sus lágrimas que luego caían al cuerpo inerte del Salvador. No me salió el llanto, no quise llorar y me fui rápido al colegio, no quise mirar al angelito yaciente. Esto ya era maldad porque claramente fue el mismo vecino de antes el que nos envenenó al gato. El Salvador está descansando en el patio de mi casa. Te amamos, hijo.

Con Cuba finaliza esta triste saga, la Kirara era la gata de mi tía Sylvia que diera a luz a cinco crías un veinticuatro de noviembre de 2008 y yo le pedí un gatito para llevarlo a casa pero no me lo llevé hasta un día de verano. Mi tía me engañó y me hizo creer que la camada entera era de machos cuando en realidad la camada entera era de hembras. Nombré a mi última mascota como Magno. Como yo vacacionaba con ellos los gatos se mantenían juntos pero un día me tuve que devolver antes para hacer los trámites de mi ingreso a la universidad. Ya en casa me enteré de que era una gata y tuve que cambiarle el nombre: Cuba. En esos días estaba fuertemente influido por las enseñanzas marxistas de mi tío Luis y de mi tío Segundo, de todas maneras era un nombre original. Cuba se dio en mi casa y comenzó a conocer a mi familia y tuvo excelente adaptación. Yo no quería que le pasara nada grave ni que la envenenaran así que tomé una caja le eché tierra y la dejé en mi pieza para que Cuba hiciera sus necesidades cuando correspondiera. No iba a dejar que saliera innecesariamente en la noche porque eso de que la curiosidad mató al gato es una verdad universal. Nos hicimos tan amigos con Cuba que pronto ya era una dama, linda, inteligente, me conocía y me reconocía.

Un día, tuve que entrar a la universidad y viajar a vivir a Santiago dejando atrás y hasta el día de hoy a toda la familia, los pocos amigos que tenía y a Cuba. No fue fácil pero era mi obligación dar un paso adelante. Después de dos meses de dura adaptación a la capital tuve la oportunidad de volver a Copiapó por algunos días y vi a Cuba nuevamente, me reconoció la voz de inmediato y rápido se incorporó en un saludo y ronroneo. Yo quería llevármela pero era imposible. Después de aquel feriado de veintiuno de mayo volví a Santiago a continuar con el primer semestre de carrera y Cuba quedaba en Copiapó. Todas las veces que llamaba preguntaba por ella y mi mamá decía que por ahí andaba, en el patio de la vecina jugando. Pronto cumpliría seis meses y había que operarla para que no tuviera hijos, casi envié el dinero. El diecisiete de junio nació Martina, la hija de la Clara Andrea. Recuerdo que ese día yo preguntaba por Martina, para saber cómo era, cómo estaba, cuánto medía o pesaba y que cómo está la Clara Andrea y mi tía Mirta que era abuela por primera vez, yo no tenía gas y había llamado para que me trajeran un balón… pregunté como siempre por Cuba y todos me decía que estaba bien. 

Para las vacaciones de invierno volví a mi casa de Copiapó y mi mamá me fue a esperar al colectivo, una vez en la casa pregunté por mis plantas y por la Cuba, dónde está la Cuba… hijo, tranquilo pero la Cuba se murió el lunes, la envenenaron. No recuerdo haber llorado en el instante, sólo quería saber qué había pasado y por qué no me habían contado el lunes, ya estaba tan molesto, ofuscado de que ocultaran esa información. Cuando fui a Rosario a conocer a la Martina conversé con mis tías, andaba mi tía Sonia y ella me contó la verdad, no sé cómo llegamos al tema pero me dijo ¡cómo, si la Cuba se murió hace tiempo, el día que nació la Martina!, seguramente tu mami no te quiso contar pero la gatita no se murió el lunes. Las muecas de mi hermana y de la Carla dirigidas a mi tía Sonia confirmaron la verdad, o sea, la mentira. Me invadió la pena y la guardé hasta la noche en que exploté en una crisis de recriminación en contra de mis padres. Me hicieron creer que estaba viva por más de un mes, pobre Cubita que murió envenenada por el asesino de siempre, se habría salvado pero mis hermanos no atinaron a llamar a nadie ni a llevarla al veterinario según me cuentan mientras todos se echan la culpa, cómo me habría gustado salvarte, chata. Han pasado cuatro años desde ese diecisiete de junio y tantos más desde que se me fueran mis gatos a descansar. Lo cierto es que ninguno se fue al debido tiempo, la muerte en esos casos siempre me ha mostrado su cara más injusta y como mortal no me queda más que aceptar.

Hace más de cuatro años que en casa no nos atrevemos a tener otra mascota, nos conformamos con las plantas porque tenemos pavor de pasar por lo mismo otra vez. Primaveras atrás llegó un perro callejero a habitar las afueras de mi casa, el Felipe Camiroaga que nos ama, nos sigue a todas partes y nos defiende de los otros perros; cada vez que podemos le damos comida y cariño sin atrevemos a traspasar la línea, hemos sufrido bastante. Yo prefiero cortar algunas migas de pan y dejarlas al alcance de las diucas de la mañana para que se las coman, de alguna u otra forma mis mascotas difuntas también viven en el vuelo de aquellas aves.